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Como se esbozó en el número anterior, el problema de las externalidades —entendidas como un daño o beneficio colateral a la producción o al consumo, donde ni uno ni otro participan de manera directa— es un punto de inflexión para la incorporación de los principios éticos a los económicos, toda vez que este fenómeno que trasciende ámbitos parece amenazar la teoría empresarial clásica que subraya —con cierta inocencia— que la única finalidad de una empresa es maximizar sus utilidades y que su única responsabilidad social es pagar impuestos.
La necesaria fusión entre ética y economía en el modelo liberal ha resultado ser algo tan difícil como mezclar agua y aceite, principalmente por carecer de previsiones ante una posible evolución del mercado en respuesta a una mayor toma de consciencia.
En efecto, la economía de mercado se modifica por variables que van más allá de los costos de producción y la ley de la oferta y la demanda basada en precios. Se ha demostrado repetidamente que el valor de un producto se ha ido desplazando desde la ecuación del precio y la calidad hacia el valor percibido. El valor intangible, que se expresa por el concepto de capitalización simbólica y que se concretiza en preferencias de consumo basadas en criterios de reputación de marca va forjando un escenario empresarial más complejo.
Hoy en día el valor percibido abarca factores como la imagen pública, la promesa extendida de servicio y la respuesta a las exigencias de un público consumidor cada vez más consciente de que la actividad empresarial se construye sobre los cimientos que la sociedad ha conseguido a través del esfuerzo de generaciones.
Se sabe que la función empresarial se manifiesta únicamente dentro de un marco que va desde la infraestructura sociocultural de una comunidad —principalmente en sus valores culturales— hasta llegar al concepto de bienestar y vida buena, ligados profundamente a los hábitos de consumo.
En este orden de ideas los productos remotos de la actividad económica como lo son su contribución o deterioro de la cultura o sus aportaciones y perjuicios a la vida cotidiana de los ciudadanos, contribuyen a una nueva idea de la generación de valor y riqueza y de los medios para producir y distribuir ésta.
Éste es el caso de las externalidades y el centro del debate de las posibles opciones de internalización. No se identifican todavía vías claras para este abordaje ni se fincan aún responsabilidades y derechos. Si existe un prejuicio ¿quién debe asumir su costo? Y si hay un beneficio ¿a quién le corresponde? Las externalidades sobrecargan así la responsabilidad subsidiaria o distributiva del Estado y pueden amenazar la gobernabilidad en naciones industrializadas. De hecho el problema de las externalidades representa cada vez más una contradicción para el modelo del liberalismo económico y el de la libre empresa, pues siendo un problema que sólo compete a los ciudadanos, obliga a la sociedad a aceptar —cada vez más— prácticas estatistas de subsanación del fenómeno.
Hasta ahora la ética de la empresa se ha visto limitada a ser factor de imagen pública o impulsar una débil normativa de corto alcance que apuntale y respete el logro de utilidades y su justa distribución, pero en el caso de las externalidades no se ha avanzado casi nada. Parece una zona gris de la economía. Sin embargo, la creciente consciencia de que la empresa no sólo juega un papel económico sino más profundamente uno de desarrollo (ambiental, ciudadano y social) ha cristalizado ya en una creciente y concreta exigencia del consumidor contemporáneo: la empresa debe proyectar y transparentar sus costos y beneficios no sólo inmediatos sino también funcionales, indirectos y remotos; en función de facilitar la toma de decisiones en cuestión de fomento empresarial. Esto implica ya una necesaria fusión de principios técnicos, políticos, éticos y económicos, toda vez que está en juego uno de los elementos más sensibles del liberalismo económico: una sana evolución de la economía de mercado.
En efecto, las primeras señales de que el mercado ya no sólo se interesa en el precio sino también en los costos y beneficios indirectamente relacionados con la actividad empresarial, consisten en los esfuerzos por promover la sostenibilidad mediante el desarrollo de una ética ambiental y una responsabilidad social. Ambos flancos generan una nueva cultura del valor y claman por una acción empresarial más prudencial y distributiva, es decir, una que llegue con más hondura a las últimas finalidades de la empresa y al mismo tiempo a sus primeros principios. Destacando entre ellos el bien común y las aspiraciones de bienestar de los stakeholders.
Las externalidades se convierten así en el fermento para una nueva concepción de la empresa como sistema abierto e interdependiente de otros sistemas menores y mayores que albergan y le dan sentido a las externalidades positivas y negativas.
En este punto la discusión acerca de la evolución del concepto de justicia conmutativa —entendida como aquella que regula que el intercambio de bienes sea equitativo— y su relación con el fenómeno de las externalidades es crítica. El tema de la justicia como se sabe pasa de ser sólo un asunto ético para llegar a ser un precursor legal.
La justicia conmutativa, clásicamente planteada a partir de aquella regla que reza que los objetos del intercambio han de ser a su vez intercambiables equitativamente por un tercero, cobra otra dimensión al dar cuenta de las externalidades, tanto más si éstas son negativas.
Según crezca la consciencia de las externalidades se requerirá de fortalecer y extender prudencialmente el concepto y el ejercicio de la justicia conmutativa en las relaciones entre agentes de desarrollo económico ya que la internalización de externalidades ya es un factor de valor percibido por el consumidor, las empresas y los gobiernos.
La justicia conmutativa parece dar un giro hacia un aspecto más prudencial, es decir hacia la contemplación de efectos y consecuencias “invisibles” pero factibles, tarea que compromete a un liderazgo empresarial con mayor criterio y una más amplia conciencia de las posibilidades. Si bien la contemplación de elementos potenciales aún no visibles puede dificultar la toma de decisiones, este ejercicio sin duda fortalece la sostenibilidad de los esfuerzos económicos y enriquece la cultura empresarial.
*Maestra en Ética Aplicada por el ITESM y Doctorando en Filosofía por la Universidad Panamericana.