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Por Mercedes Baltazar Lobato
En 1979 Jim Dator, uno de los futuristas más reconocidos y director del Centro de Investigación de Estudios de Futuro en la Universidad de Manoa, Hawái, diseñó un modelo que clasifica nuestras narrativas de cambio social (o visiones de futuro) en cuatro arquetipos:
- Crecimiento o continuidad, aquel donde prevalece el “business as usual” y existe un crecimiento exponencial.
- Disciplina, donde existe una tendencia a poner límites internos o en el ambiente para asegurar la permanencia.
- Transformación, donde una nueva tecnología, forma de hacer negocios o factores sociales cambian las reglas del juego. Y
- Colapso, aquel donde el sistema se degrada y los modelos fallidos hacen que surja una crisis.
Nuestros prejuicios hacen que en términos generales las preferencias se inclinen a crecimiento y transformación como los escenarios preferibles, mientras que disciplina pero particularmente colapso entran en el campo de lo menos deseable.
El colapso es intimidante porque la única certeza que nos ofrece es que el sistema como lo conocemos ha llegado a su límite y el resto es incertidumbre. Probablemente por eso lo evitamos a toda costa, aún cuando pueda ser el camino natural cuando las cosas ya no funcionan más.
Anticipar tratando de evadir las señales de colapso es tan estratégico como no hacer nada, incluso nos deja más vulnerables, sin importar si lo vemos desde una perspectiva mico o macro. Traigo esto a colación porque me da la impresión que nos hemos mantenido en un estado de negación generalizado desde el paciente 0 de Covid-19 en Wuhan, aquel 2020 que se siente tan lejano.
En septiembre de 2021, la Directora Médica de la Organización Mundial de la Salud especuló que la pandemia se podría controlar en marzo de 2022. Las señales de lo endeble de este pronóstico, como la lentitud del programa COVAX, el crecimiento del sentimiento antivacunas en los países que las tienen disponibles y el potencial de mutación estaban ahí.
Sin embargo las reacciones de los mercados y buena parte de las naciones – descontrol ante una nueva variante como si fuera una completa sorpresa- dejan ver que el pánico a una realidad carente de certeza ha derivado en construir escenarios ideales y poco tiempo dedicado a los menos deseables pero altamente probables.
Hace pocos días JP Morgan volvió a aventurarse con una nueva fecha de “fin de pandemia” en 2022, antes de cantar victoria hay que considerar que tenemos las mismas señales de que el panorama permanece incierto y que aún si se cumple ese pronóstico habrá que atender un padecimiento endémico, un mundo donde más de 500 mil millones de personas cayeron en pobreza extrema como consecuencia de los tratamientos de Covid-19 y los colapsos individuales latentes en cada país.
Hay nuevas necesidades de política pública, organización social y económica, nuevos retos e incluso nuevos nichos de mercado que requieren enfoques estratégicos de cambio. Un ejemplo es el sistema de partidos, que enfrenta una crisis de desconfianza y desconexión con la sociedad en muchos de nuestros países, teniendo como consecuencia liderazgos que surgen en la periferia.
Lo que hace falta es estrategia, no para volver a lo anterior sino para participar en la construcción de los nuevos sistemas. Navegar en la incertidumbre y multiplicar alternativas, pero sobre todo flexibilidad para poder dejar ir los viejos paradigmas e impulsar un cambio sistémico son habilidades que necesitamos desarrollar y buscar en nuestros liderazgos tanto en lo micro, como lo macro.
En este sentido anticipar desde el colapso y no desde lo ideal trae un cúmulo de oportunidades para aquellos que identifiquen el terreno fértil de innovación, pues por más que se quiera evitar, el estatus quo anterior ya no es viable en el largo plazo. Dicho de otro modo, el colapso suele ser el camino a la transformación, qué tan positiva o negativa sea esa transformación está en manos de quienes contribuyen a construirla.
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