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Ubicada en el noroeste brasileño, Salvador asegura un viaje sin retorno al sincretismo de dos mundos: el africano y el suramericano.
Cuando pisé por primera vez Salvador, Bahia, tuve la fuerte sensación de haber llegado a África. Mi olfato reaccionó inmediatamente a un intenso olor parecido a una mezcla de coco y aceite que impregna cada recoveco de la ciudad brasileña. Mi vista, en cambio, fue sorprendida por una nutrida comunidad de habitantes negros que caminaba bajo un sol de 32 grados centígrados ataviada de blancas indumentarias y muchos otros más que llevaban en sus manos una gran cantidad de listones de colores vivos y chillantes que amarran en las muñecas de los visitantes a cambio de un real, con la promesa de que sus deseos serán cumplidos cuando la tira de tela se desprenda.
Ahí estaba yo, observando la primera postal de una ciudad que yacía en mi mira desde hacía algunos meses. Me alistaba para explorar la cuna de la música popular brasileña, los ritos del candomblé –una de las religiones afrobrasileñas que rinde culto a los orixás– y el misticismo de sus habitantes.
Comencé a caminar desde una de las grandes explanadas del centro histórico de Salvador con mi mochila en la espalda. Fui despacio, como si intentara medir cada uno de los pasos que dejaba sobre las calles empedradas de la ciudad, mientras observaba atento la confluencia del candomblé y el catolicismo, la pobreza y la riqueza, los sonidos del berimbau y la guitarra, los aromas dulces y los olores fuertes venidos del continente negro cuando los portugueses importaron a millones de esclavos para construir una ciudad portentosa que más tarde se erigiría como la primera capital brasileña con el nombre São Salvador da Bahia de Todos os Santos.
Millares de africanos, en su mayoría guineanos, fueron trasladados hasta el puerto de Salvador en el siglo XVI para trabajar en la edificación de la ciudad a falta de una fuerte civilización indígena brasileña que, además, fue exterminada por los conquistadores. Ahí se quedaron y adaptaron sus ritos a la vida del Nuevo Mundo. Fundieron sus ingredientes autóctonos con los de los portugueses y los locales para dar paso a una rica gastronomía; dejaron que sus divinidades, los orixás, convivieran con las deidades católicas y unieron sus instrumentos musicales a los de su nueva tierra.
En el centro de Salvador, el sincretismo se respira, se ve, se escucha y se palpa. Es interesante ver cómo los brasileños, a diferencia de los mexicanos, han logrado fusionar a cada uno de los orixás con los santos y las vírgenes heredadas por los portugueses. Imenajá, por ejemplo, la reina del mar y madre de todos los orixás, ha sido sincretizada con la Virgen María bajo su advocación de Stella Maris. Cada 2 de febrero y cada fin de año, es adorada por muchas personas de diversas religiones que acuden vestidas de blanco hasta un templo para dejarle diversas ofrendas y van al mar para ofrecerle rosas blancas.
Bajo este peculiar manto, continué mi recorrido por el centro de la “Roma negra”, conocida así por ser considerada la metrópoli con el mayor porcentaje de negros localizada fuera de África. En cada esquina, uno puede encontrar pequeños grupos de mujeres negras de anchas caderas que siempre llevan vestidos escrupulosamente blancos y un turbante de colores chillantes. Están ahí para vender sus acarejés: una especie de bollo hecho con una masa de un tipo de frijol y camarón, y frito en aceite de dendê, cuyo olor es inherente a la ciudad y de vez en vez se funde con la brisa del mar.
Descendí por una de las laderas que llevan hasta el barrio de Pelourinho, ese lugar en cuya plaza principal los portugueses azotaban a los esclavos durante la Colonia. La plazoleta, en donde yace la casa del fallecido escritor Jorge Amado, está flanqueada por una colorida e impresionante arquitectura colonial que fue recuperada con la ayuda de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura para ser preservada casi en su originalidad.
Es difícil dejar de caminar cuando uno anda por el casco antiguo de Salvador. Cada una de sus iglesias, museos o corredores artísticos y artesanales son visitas obligadas que resguardan sigilosamente gran parte de la historia del pueblo brasileño. Tampoco es difícil sucumbir ante la imponente arquitectura colonial que conforma la zona en donde diariamente variados artistas abren las puertas de sus casas y galerías para salir a pintar lienzos, que en su mayoría reflejan la vida negra en el campo, las fiestas populares, el pasado y el sincretismo de la comunidad. Muchos otros más salen a vender una vasta oferta de artesanías afrobrasileñas. Mientras ello ocurre y tan sólo a unos pasos de ahí, uno puede encontrar a un grupo de jóvenes practicando alegremente la capoeira.
Después de conocer esta exquisita vida diaria, no fue nada difícil comprender por qué de Bahia han surgido los grandes exponentes de la música popular brasileña, como Maria Bethânia, Caetano Veloso, Carlinhos Brown, Gal Costa y Gilberto Gil, entre otros.
Las dos ciudades
Salvador está dividida en dos: la Ciudad Baja y la Alta, pero en ambas zonas es inevitable encontrar a cada paso la mano del conquistador y del esclavo. En la zona baja se ubica el Mercado Modelo, que en dos pisos reúne la oferta de los artesanos de la zona y dos recomendables restaurantes de comida típica.
En el sótano del mercado se esconde el pasado de un Brasil dolorido, el de la esclavitud. En ese subsuelo eran almacenados los esclavos mientras aguardaban a ser subastados; luego, el lugar fungió como un recinto para el comercio ilegal de negros, aun después de que fuera abolida la esclavitud en el país suramericano. Mi paso por ese húmedo lugar fue tétrico: la energía que fluye es especialmente lóbrega.
El resto de la zona baja está conformada por modernas áreas y espacios residenciales con altos edificios, pero también están algunos de los vecindarios más pobres de la región.
Las playas de la Ciudad Baja están rodeadas por la Bahía de Todos los Santos, mientras que las playas de la Ciudad Alta lo están por el Océano Atlántico.
En la Ciudad Alta, donde se encuentra el místico centro histórico, están la primera catedral construida en Brasil y la primera Facultad de Medicina. Salvador alberga a un total de 365 iglesias católicas, entre ellas una de las más visitadas es la de Nuestro Señor de Bomfim, que se ubica en el centro histórico.
Un punto imperdible es el elevador Lacerda, que une a ambas ciudades y desde el cual se puede apreciar la Bahía de Todos los Santos. Cuenta con 72 metros de altura y está compuesto de dos torres. Transporta hasta 900 mil personas al mes en viajes de aproximadamente 30 segundos de duración.
Salvador es también conocida como la Capital de la Alegría gracias a los enormes festejos populares que se realizan a lo largo del año, el principal, por supuesto es el carnaval, que no sólo es uno de los mejores de Brasil, también es el momento en el que pobres y ricos confluyen con un mismo objetivo.
Comida típica
La gastronomía bahiana es conocida por sus condimentos fuertes y picantes, incluso puede ser pesada para un mexicano. Dos de las grandes contribuciones de la raza negra a esta culinaria han sido el aceite de dendê, hecho de palma, y la pimienta malagueta. La moqueca es el principal plato de la cocina bahiana y su preparación consiste en cocinar mariscos o pescados con aceite de dendê, pimiento, jitomate, cebolla, cilantro y leche de coco, acompañados de harina de dendê.
Otros platillos representativos, son el bobó de camarón, un plato de consistencia cremosa hecho con camarones, leche de coco, crema de yuca, gengibre y aceite de dende; y la vatapá, una crema hecha con cacahuates, nuez de la India, leche de coco, jengibre y otros ingredientes.
Los dulces bahianos, sin embargo, presentan una fuerte influencia portuguesa. Estas recetas fueron llevadas a Bahia por las monjas y las familias de Portugal y son hechas con ingredientes como piña, cacahuates, tapioca, naranja y otras frutas brasileñas como caju.