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¿Quién tiene que cambiar?
Vivimos una época en la que aparentemente todo se vale y la tolerancia hace que cada quien pueda pensar, decir y actuar como más le convenga. El pensamiento humanista del siglo XV nos heredó una actitud preponderante de la razón sobre cualquier otra actividad del espíritu humano, de tal manera que a través de la razón todo hombre y mujer podemos llegar al entendimiento de lo que es bueno o malo, sin tener que utilizar ideales arraigados a la fe o a alguna otra idea religiosa. La secularización del pensamiento fue inminente, nos convertimos en dueños y señores del mundo, así como la medida de todo lo que nos rodea y de nosotros mismos.
Todo este pensamiento e ideal no es ajeno a los entendimientos que actualmente se viven y piensan en las empresas y en los negocios. Las últimas décadas han asentido con gran firmeza en hacer de las empresas lugares de alta concentración moral, haciendo de cada una de ellas los lugares “naturales” donde se viven los valores que estructuran la columna vertebral de los principios de una institución de cualquier giro. Toda empresa se constituye como un segmento en el que se da la vida social en toda su amplitud. La empresa se ha llegado a equiparar con la familia, como un conjunto de personas que conviven y laboran con un fin común, en el que se dibujan los mismos valores, creencias y códigos de conducta. Esto es tan real que se confirma cuando un empleado o socio que llega a una empresa tiene que adherirse a los principios morales, conductuales y hábitos que estipula un acta de constitución ética. Vemos en muchas empresas que estos ideales son establecidos como reglamento, a tal grado que violarlo constituye una sanción, incluso llegando hasta el despido. El problema inicia cuando la ética institucional se enfrenta con la ética personal.
Hoy en día cada persona decide qué está bien y qué está mal, haciendo que cada vida sea relativa a la propia experiencia y a la propia subjetividad. En palabras muy simples se dice que “Cada cabeza es un mundo”, y si esto es así, ¿dónde podemos encontrar la frontera en donde todos podamos estar de acuerdo sin tener que recurrir a la tolerancia? La tolerancia aparenta ser un valor o una actitud social que es de beneficio, incluso provechosa en un sentido egoísta y utilitario. Pero la tolerancia tiene más un sentido negativo que positivo. Hay que pensarlo de la siguiente manera: tolerar significa dejar ser y hacer al otro lo que piensa que es correcto para su vida sin que afecte la mía. Hay un sentido positivo en la tolerancia cuando dejamos hacer y además estamos de acuerdo, y hay un sentido negativo en el que dejamos hacer pero no aprobamos lo que piensa o hace el otro, simplemente lo permitimos por no entrar en conflicto. La verdad es que la mayoría de las veces es de esta última manera, pues lo que buscamos de manera individualista es no tener confrontaciones y seguir adelante en nuestro egoísmo.
Esto lo vemos cuando le decimos a alguien que haga cierta cosa, pero nosotros nunca la haríamos, y en el fondo en verdad no es que aprobemos la conducta del otro, es más bien que no nos interesa, pues si en verdad buscáramos el bien de esa persona, tal vez intentaríamos razonar con ella. Sin embargo, si llevamos esto al nivel de la empresa, hay que preguntarse si efectivamente somos tolerantes. La tolerancia en la empresa tendría que desembocar en dejar hacer y actuar a todos los socios y empleados de la manera que a cada quién le parece correcta. Pero entonces se aparece una pregunta: ¿la tolerancia no anularía entonces los códigos de conducta ética de la empresa?
La respuesta tendría que ser afirmativa, pues tolerancia y códigos de cualquier tipo son contradictorios. El relativismo no puede ser relativo, es decir, el relativismo para ser relativo ha de ser absoluto, pues si le quitamos esa característica, toda acción dejaría de ser relativa a uno mismo, para ser relativa a algo externo impuesto por otra cabeza. Lo curioso es que en toda empresa las normas éticas son impuestas y no son relativas a las creencias particulares, sino a las creencias del consejo o del dueño de la institución, lo que nos convierte en conversos a creencias externas que adoptamos por fe, aunque esta fe sea el que no queremos perder el empleo, de modo que creo en los valores o creo en que si los cumplo al menos dentro de la institución, podré permanecer en ella. Pero cuando llegamos a violar estas normas, ¿acaso le podemos decir al jefe que sea tolerante con nuestra ética personal? Esta petición no es algo que va en doble vía, pues nosotros tenemos que ser tolerantes con la visión, misión y valores de la empresa, aun cuando tengamos la capacidad de que uno o varios valores no van destinados al bien común de la sociedad, sino solamente al bien económico del bolsillo del consejo directivo o de los dueños de equis empresa.
El verdadero conflicto viene cuando nos damos cuenta de que los valores de la empresa o negocio en el que laboramos van en contra o detrimento de los principios personales, pero esta incongruencia vital la apartamos de nuestra vista porque ponemos un valor anterior al de nuestro perfeccionamiento como seres humanos y es que antes de ser mejores, es más importante tener más. Esta vida se mide con lo que se tiene y no con lo que se es, de modo que si engañar o mentir es algo con lo que no se está de acuerdo, eso sólo es válido en la vida personal pero no en la laboral, de modo que escindimos en nuestro psiquismo la vida de trabajo de la vida personal. Y esto es de una gravedad que a veces no podemos comprender, pues de entrada lo más personal en el ser humano es el trabajo.
Aquí es importante preguntarnos ¿qué es el trabajo? El trabajo se define como la medida del esfuerzo realizada por el ser humano, e implica un factor de producción. De esto se puede inferir que el trabajo es una acción ardua que como resultado arroja un bien o producto. Sin embargo es necesario reflexionar sobre la inmanencia que genera toda acción, es decir, cuando hacemos una labor no sólo queda vertida hacia afuera en un objeto material, sino que también se arroja algo en la interioridad de la persona. Por ejemplo, si soy un herrero al trabajar no sólo produzco barrotes para una reja, sino que también el esfuerzo que realizo me hace virtuoso, como por ejemplo tenaz, paciente, recio, etc. Entonces hay que preguntarse, ¿cuál es la verdadera importancia del trabajo?, ¿producir bienes exteriores o producir bienes interiores?
Retomando el conflicto de intereses entre la ética personal y la ética de la empresa, tenemos que apuntar a nuestro verdadero beneficio como trabajadores de cualquier institución. ¿Qué importa más, el salario o el propio perfeccionamiento? Dependiendo de la respuesta será la medida del conflicto. Hay que tener presente que en cualquier capacitación valoral de la empresa en la que laboramos, seremos compelidos a cambiar de creencias y hábitos, al menos en materia de moral. Nosotros tendremos que tomar la decisión de hacer de tal código de conducta una guía para la vida, o una guía para mantener el trabajo y así cumplir con las responsabilidades que la sociedad nos antepone. El conflicto seguirá presente, pues es una toma de decisión sobre la ruptura psíquica de la que hablaba, no en balde el estrés es algo que está presente en nuestras vidas, pues a veces hay que decidir romper nuestros principios para mantener el puesto. Que arroje la primera piedra quien no se ha visto en esta situación, y más si se labora en una institución financiera, de recursos energéticos o comunicaciones.
Hace unos días un amigo director de una institución bancaria me comentaba que el índice reprobatorio en los exámenes de ética de la empresa es muy alto, porque se suele contestar la prueba con la ética personal y no la ética de la institución. Pero esto no debería ser así si se piensa que existen principios universales de moralidad válidos para todos los seres humanos. El problema está en que todas las empresas piensan que sus valores son los correctos, y del mismo modo cada persona piensa que los propios lo son, ya sea por la cultura, la tradición en que se fue educado o por reflexión propia. La pregunta que es pertinente hacer es: ¿qué es lo que define a un valor como tal?, ¿su utilidad, su aportación a la sociedad, al bien común o personal? Si los valores son los pilares de una institución, a través de los cuales se define ésta, éstos serán los valores de sus miembros, tanto de los dirigentes como de los dirigidos, por tanto valores personales. Pero el conflicto sigue presente, ¿cómo conciliar unos con otros?, ¿cómo saber cuál es la empresa adecuada para la forma de vida propia?, ¿es válido cambiar de principios en pro de unos cuantos y en detrimento de la sociedad por intereses personales?, ¿los valores han de ser universales si en verdad se busca el bien común? Y aún más, ¿toda empresa está destinada a aportar a la sociedad el progreso y el bien común?, ¿quién o qué establece el criterio de universalidad de los valores?