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Por: Lilia Carrillo
Entrar a las redes sociales se está volviendo un ejercicio de alto impacto donde, a pesar de lo limitado de los caracteres, se opta por descalificar -con la mayor violencia posible- a los interlocutores, sean conocidos o no, públicos o no, tengamos o no contexto.
Minimizamos esta nueva plaza pública con: “así son las redes”, “así es la gente”, “no es para tanto”; aunque sí nos enfrenta a una paradoja, porque vemos que aún con el acceso que tenemos a grandes cantidades de información, decidimos tomar sólo aquello que respalde nuestra narrativa.
Es paradójico que querramos más datos, con programación de inteligencia artifical que nos permita saber más, detectar patrones, anticipar tendencias; queremos equipos con habilidades “sociales” o “blandas”, como son pensamiento crítico y la resolución de problemas.
Y al mismo tiempo, actuamos hacia la dirección contraria: estamos reemplazando el diálogo por discusiones entre quienes piensan como nosotros; el debate por una especie de guerra donde es ganar o perder, sin puntos medios y donde los datos requieren justificación ideológica para ser tomados en cuenta.
Una cifra, una vivencia personal o un hecho sirven para justificar (casi) cualquier argumento sobre (casi) cualquier tema: desde si la tierra es plana, la luna es una estructura alienígena hasta temas mucho más urgentes y relevantes en términos ciudadanos que deberían poder definir políticas públicas de largo aliento: seguridad de todo tipo, movilidad, sustentabilidad, mejora en calidad de vida.
La historia se ha cansado de mostrarnos que ninguna solución de largo plazo proviene de una sola idea o una sola persona y no podemos cerrarnos a un periodo sexenal, donde cada vez, hay una nueva visión que nos ha llevado a la creación de distintos monopolios públicos y privados, infraestructura insuficiente, planes educativos que no responden a las necesidades -ya no digamos futuras- sino presentes de las distintas industrias.
Ante este panorama, es urgente redefinir el uso que damos a palabras clave como “debatir”, “argumentar”, “dialogar” o “tolerar”, incluso en nuestro propio discurso, para dar peso tanto a los emisores como a los mensajes.
Reducir el discurso a “estas son mis cifras” es el equivalente de “porque lo digo yo”, una frase que no funciona en ningún ámbito, ni siquiera en el más reducido círculo familiar, porque lleva asociado un “ni preguntes, porque te va peor”. Y no hay sociedad que pueda avanzar con un temor de ese tamaño.
Lilia Carrillo es consultora de comunicación
TW. licarrillo
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