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Sin importar nuestro tamaño y si somos empresas, comercios, servicios, condominios residenciales, industrias, agricultores, organismos públicos u hogares, los consumidores queremos indudablemente pagar lo menos posible por la electricidad que consumimos.
Todo indica, si la estrategia de quien domina en el plano político no dice otra cosa, este domingo se definirá en la Cámara de Diputados el destino de la reforma constitucional en materia energética, conocida como “la contrarreforma de AMLO”.
¿Qué está en juego? ¿Qué es lo correcto? ¿Qué nos permitirá atender la máxima que todo marco normativo debe buscar, el bien común? Esas son las preguntas. Las respuestas, como todo en la vida, no deben ser de blancos o negros, sino todo lo contrario. En un denso y nada concluyente (al menos no hubo acuerdos o puntos comunes claros) ejercicio de parlamento abierto se escucharon posiciones a favor y en contra: técnicas, ideológicas, políticas, humanas, económicas, legales, salomónicas, inexplicables, inentendibles y hasta graciosas.
Hoy, tener energía e internet también es indispensable para el desarrollo de los individuos. En línea con ello, y a propuesta de la oposición, la iniciativa plantea reconocer que: “Toda persona podrá acceder al uso y suministro de energía eléctrica suficiente y asequible como condición previa para el goce de los derechos humanos que establece esta Constitución”. Ósea que sin “luz” ni como tener internet o celular (eso que tanto duele a los chavos), o servicios aparentemente menos valorados pero más indispensables, como el agua que llega a los hogares o los sistemas de riego, de salud, alumbrado y seguridad.
Dada su relevancia y transversalidad (es decir que le pega a todo lo que hacemos en la vida cotidiana) necesitamos que la electricidad que consumimos sea los más económica posible, esto sin afectar otros derechos fundamentales, como el de la salud y un ambiente saludable, lo que pasa por generar energía a partir de fuentes que contaminen lo menos posible (el carbón y combustóleo no etiquetan en este objetivo). Y en esta discusión es donde se “atoró el buey (el de la barranca)”.
La contrarreforma busca regresar al Estado mexicano el control del Sistema Eléctrico Nacional, tal como estaba antes de 2013, año en el que el mediante otra reforma constitucional el gobierno de Enrique Peña Nieto dio entrada a la inversión privada en la producción y comercialización de electricidad, buscando impulsar el desarrollo de la generación de energía a partir de fuentes verdes, como el sol y el viento.
Para que la contrarreforma propuesta por Andrés Manuel López Obrador pasé, son necesarios 334 votos de los 500 que conforman a la Cámara baja. Hasta hoy el bloque a favor de esta, conformado por Morena, Partido del Trabajo y el Verde Ecologista suman 277. Por lo pronto la oposición a cargo de Acción Nacional, Movimiento Ciudadano y el Revolucionario Institucional –salvo el priista por Campeche, Carlos Miguel Aysa Damas– asegura que votará en contra de esta reforma, es decir hasta el momento la mayoría necesaria no se logra.
Quienes se oponen a la contrarreforma dicen que con la nueva Ley Eléctrica (la que se aprobó y decretó el marzo de 2021 y respecto a la que recientemente la Suprema Corte de Justicia de la Nación desestimó un procedimiento de acción de inconstitucional para dejarla vigente) se da prioridad a la generación de electricidad contaminante, porque las plantas de la Comisión Federal de Electricidad (incluidas las más viejas) tendrán prioridad en el despacho de energía (la que se sube al sistema para llevarla al punto de consumo: hogares, comercios, industrias, etc.), dejando en último lugar la energía que generan los privados sin contrato con la CFE, algunas de estas son generadoras solares o eólicas (de viento). El problema es que estas nuevas reglas desincentivan la inversión privada en la producción eléctrica (sea convencional o mediante fuentes limpias), entonces queda todo el peso de la generación futura, otra vez, en manos del Estado mexicano, a quien desde hace muchos años el dinero “nomas” no le alcanza, porque debería garantizar, al menos en niveles de dignidad, la educación, salud y seguridad (como piso mínimo), porque también necesitas suministro de agua, infraestructura para el transporte y, con un poco de ganitas, internet para todos.
Adicional a ello, de aprobarse la reforma constitucional, el Ejecutivo federal tendrían un poder discrecional absoluto en materia de regulación, pues los ya de por sí débiles árbitros como la Comisión Reguladora de Energía o Centro Nacional de Control de Energía quedarían a expensas de los decires de la Secretaría de Energía y la propia CFE, ¿cómo confiar/asegurar que antepondrán al bien común sus posiciones ideológicas, lo menos,?
¿Qué crítica el gobierno actual del modelo peñista?, que el incentivo para que los privados inviertan en nuevas capacidades de generación eléctrica mediante fuentes limpias (sol, viento y hasta gas natural, que es de los combustibles el menos contaminante) estaba resultando demasiado caro para la CFE, ergo para el Estado mexicano, lo cual, además de altamente posible, sin un análisis regulatorio de costo beneficio social, suena a pretexto ideal para quien, en activa y en pasiva, defiende hasta el cansancio que la soberanía pende del control que el país pueda tener de la industria energética.
La única respuesta que los mexicanos buscamos es: “efectivamente señor, señora y jóvenes míos, les aseguro que con estas medidas ustedes, sus familias y las próximas futuras generaciones pagarán el menor costo posible por la electricidad, sin que esto implique el desvío de recursos públicos que debían utilizarse en los servicios de salud, educación y seguridad”, algo más o menos así.
No hay respuestas, soluciones o fórmulas únicas, mucho menos mágicas y sin costos. El objetivo si es claro: electricidad al menor costo ambiental, social y económico para nuestra sociedad. Los dados están echados, a ver de qué lado caen y hacia donde nos llevan. Ya veremos dijo el ciego un día que se fue la luz.
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