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Qué apasionante es la ruta de un objeto perdido. Uno tiene que reconstruir minuto a minuto la ruta que siguió esa materia inanimada que echamos de menos. ¿En qué momento –pensamos- fue que cambió de sitio? Lo primero que se nos ocurre es que desde nuestro bolso o bolsillo, según sea el caso, un torpe movimiento de nuestra mano lo colocó fuera de nuestro alcance, muy lejos, en el limbo y hasta creemos que se fue arrastrado por el aire. Después, no fallará el drama y lo decretamos como si lo hubiéremos vivido: Resulta que, en cuanto se presentó esa fatal acción involuntaria de nuestra mano, “alguien”, un feliz afortunado lo encontró y así se convirtió en propiedad de otro y ya nunca volverá.
Sin embargo, volvemos a reconstruir la historia y como si pudiéramos regresar el tiempo, como si existieran mundos paralelos, otras dimensiones, allí está otra vez el objeto en nuestro bolso, donde debe estar, de donde no tenía que haber salido, casi podemos verlo. ¿Qué sucedió entonces? ¿En qué momento desapareció? Sin embargo, se pierden escenas, todo está confuso. -¿Pero sí allí estaba? Allí lo coloqué -, nos decimos convencidos. Pero no, no está. Sólo queda el espacio en el que deberíamos encontrarlo.
Así pasa con el amor, como con los objetivos perdidos, pensamos que debería estar donde lo dejamos pero no, de pronto se va , de pronto se pierde. Lo más probable, formulamos otra hipótesis, es que alguien tomó ese objeto. Pero, vuelve la duda. ¿En qué momento? Y así, sucede que no están las llaves, ni nuestra blusa favorita, ni las fotografías que teníamos listas para el pasaporte y, en este caso, ni el cheque que ya tenía que haber sido depositado pero que llevamos de paseo dos días en el bolso y que nos rehusamos a llevar al banco. ¡Que bien ahora está perdido! No le diremos a nadie. ¡Qué vergüenza! ¡Cómo perdiste un cheque! Me dirían y no estoy para preguntas. Alguien más podría cobrarlo, pensamos y hasta nos resignamos a que así sea. No haremos nada para impedirlo porque tendríamos que confesar. A cambio, nadie dirá de nosotros que hasta en eso fracasamos.
Cuando uno pierde al amor de su vida, por ejemplo, no lo andas pregonando; no dices “Lo perdí. Yo lo perdí”. Por supuesto que no. Dices, entonces: Ella me lo robó, él me dejó, él me engañó. Sin embargo, necesitas el dinero y el cheque. Así que piensas avisar sobre el cheque perdido y la historia será diferente. A primera de hora del lunes (porque el cheque se perdió el fin de semana), la historia sería así: “Señorita, una desgracia (se nos corta la voz) fíjese que el viernes por la tarde, después de recoger el cheque, fui víctima de un terrible asalto y se lo llevaron también, mi cheque se fue con los ladrones”. La persona al otro lado del teléfono se preocupará, te preguntará si estás bien y a toda prisa se ofrecerá a cancelar el documento”. Y uno suspira y uno agradece. Problema resuelto. Pero otra vez es la media noche del sábado y seguimos buscando, seguimos revisando la montaña de documentos sobre la mesa; seguro por allí está y nos evitamos la necesidad de mentir. Pero no, no está. Y qué tal si pedimos que lo cancelen y después, al otro día, lo encuentras.
Así pasa con el amor cuando piensas que se ha ido, resulta que cancelas lo poco que quedaba, porque ya no lo ves, y piensas que se ha ido. Pero no. Resulta que allí está más vivo que nunca, justo como mi cheque entre los libros que ordené esa misma tarde; allí está, entre las hojas de los libros entrañables que uno vuelve a leer una y otra vez justo igual que el amor.
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