La moneda única para todos

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Si bien existen divergencias respecto de la adopción de una moneda única mundial, es innegable la necesidad de una alternativa al dólar que garantice estabilidad en las transacciones financieras y comerciales.

Ante esto, Rusia propuso a fines de marzo convocar a una conferencia internacional sobre la creación de aquélla, aunque se considera un objetivo a largo plazo y aún no se han fijado la fecha ni el lugar de la reunión lanzada por Moscú.

Dada la situación del mundo, tampoco puede asegurarse que el encuentro se efectuará y, de celebrarse, que tendrá los resultados perseguidos ni que será favorable a los países pobres, los más afectados en condiciones normales o de inestabilidad y crisis.

No obstante, podría ser un paso después de la cumbre del Grupo de los 20 en Londres, efectuada a inicios de abril, y de una prevista conferencia de la Organización de las Naciones Unidas. China, la potencia económica más promisoria, respaldó inmediatamente la iniciativa rusa.

El presidente del Banco Popular chino, Zhou Xiaochuan, estimó que una divisa supranacional, estable y no vinculada a un país concreto, beneficiaría al sistema financiero internacional, aunque lo considera un proyecto a largo plazo y que requiere perspicacia y resolución mundiales.

En Washington, el presidente Barack Obama insistió, por el contrario, en su posición de que no es necesaria una nueva moneda global que sustituya esta función disfrutada por el dólar en los últimos 65 años.

Mandatarios de los 12 países de la Unión Suramericana de Naciones, por su parte, promueven aún tímidamente una moneda común que emita el Banco del Sur en reemplazo de las de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, la estadunidense en Ecuador, Guyana, Perú, Paraguay, Surinam, Venezuela y Uruguay.

El diario Los Tiempos de Bolivia, en su edición del 28 de junio de 2008, publicó declaraciones del ministro de Economía ecuatoriano, Fausto Ortiz, en torno a que esta moneda podría crearse en “cinco u ocho años”, aunque otros opinan que tal vez comenzaría a circular “en la década de 2010”.

Brasil y Argentina, economías regionalmente poderosas, han oficializado transacciones comunes en sus respectivas monedas nacionales, un paso importante en el orden bilateral, aunque avances que impliquen a las demás naciones del bloque requieren sabias adecuaciones, voluntad política y otorgar primacía a los intereses regionales sobre los nacionales o los globales.

Los asociados a la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (Alba) y Ecuador acordaron en Caracas el 26 de noviembre de 2008 definir como moneda única el Sucre (Sistema Unitario de Compensación Regional), que permitirá a los países miembros prescindir del dólar en sus transacciones comerciales.

Tal fue la decisión mostrada por los presidentes de Bolivia, Evo Morales; Nicaragua, Daniel Ortega; Honduras, Manuel Zelaya; el primer ministro de Dominica, Roosevelt Skerrit; el anfitrión Hugo Chávez; el vicepresidente del Consejo de Ministros de Cuba, Ricardo Cabrisas, y el invitado ecuatoriano, Rafael Correa.

En su cumbre, avanzaron en el diseño de medidas para enfrentar “desde el Sur” la crisis financiera mundial y potenciaron que los miembros del Alba y Ecuador, país observador, conformarán equipos para estudiar el modo de diseñar la nueva zona monetaria, que ya da pasos en transacciones virtuales.

Aunque la Declaración final no precisó cuándo los presidentes conferirán el visto bueno a la iniciativa total, se anunció en la fase inicial un “sistema de compensación y moneda contable” y un “fondo de compensación”, que se nutrirá con reservas internacionales de los socios y para el cual Venezuela anunció 500 millones de dólares.

El mandatario ecuatoriano declaró al respecto que “sería una gran decisión del Alba y Ecuador que empecemos con este sistema de compensaciones recíproca y una moneda contable”.

En tanto, el hondureño Manuel Zelaya promovió un consejo monetario mundial con funciones de “regulación monetaria, financiera y bancaria internacional”.

En la cita, el Alba mantuvo su posición de enfrentar la crisis financiera global con métodos propios, basados en la integración política y económica; en el desarrollo social y atendiendo a las medidas de otros países.

Sobre el asunto, el presidente venezolano, Hugo Chávez, declaró: “No debemos esperar nada sino de nosotros mismos”.

Estados Unidos impuso el dólar durante los últimos 65 años de un modo absolutamente ventajoso para su economía, lo que ha conducido a que la crisis actual sea la más grave desde la depresión de la década de 1930.

Surgida en el mercado de las hipotecas subprime, termina por extenderse a todos los segmentos de la economía y a los demás países del mundo. En su sistema de relaciones dominantes, Estados Unidos ajusta sus déficits involucrando a los demás países.

Analistas consideran que cuando las autoridades estadunidenses reclaman a Europa y a otras n a – ciones que “rescaten” al sistema financiero, indirectamente persiguen que aquellos contribuyan a reflotar el deficitario sistema estadunidense.

Pretenden salvaguardarse con las menores consecuencias para su sistema financiero, su empresariado y sus clases dominantes.

Pero es el sistema el que falla, y éste no es cambiable, sino sustituible.

La crisis económica de la década de 1930 se precipitó en 1928, similarmente a la actual, con la baja de los precios en el mercado agrícola estadunidense, de modo que el crack estalló el 29 de octubre de 1929 con efectos catastróficos.

Tres meses de descensos consecutivos en la producción y los precios hundieron la Bolsa de Valores de Nueva York. Remontarse a entonces revela la génesis y varios hitos de la situación presente, cuya incubación es propia del sistema y cuya forma se asemeja a la de entonces.

En 1944, con los acuerdos de Bretton Woods, se estableció la dominación de los países más industrializados del mundo en las relaciones comerciales y financieras, bajo el control de Estados Unidos, país que emergió como dominante tras la Segunda Guerra Mundial.

Se consagró a partir de entonces el dólar como la moneda de referencia internacional y surgieron el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, con poder decisorio estadunidense, según su mayoritaria capacidad de votación.

En 1971, el entonces presidente Richard Nixon devaluó el dólar en el 10 por ciento y abolió unilateralmente el patrón oro como respaldo monetario, como consecuencia de su excesivo gasto en la guerra de Vietnam, motivo por el cual sus reservas doradas se redujeran drásticamente.

El mandatario no tuvo en cuenta al resto de los miembros del sistema monetario internacional, empezando por sus más cercanos socios europeos. Tampoco dos años después, cuando una nueva desvalorización consagró la época de los cambios flotantes en los mercados de capital.

Como revelan datos históricos, desde entonces las crisis han sido recurrentes.

Ello se debe a un sistema minado en su base. Primero, por el carácter privado de la apropiación de la riqueza social; segundo, por el creciente incremento del capital constante en detrimento del empleo, y tercero, por la concentración y centralización económicas en un país dominante y en algunos otros asociados a él.

De este modo se inició, en agosto de 2007, la crisis del ajuste de la burbuja financiera, que estalló en los créditos subprime, conferidos a miles de ciudadanos sin garantía, por la sencilla razón de que existía una sobreoferta de dólares devaluados que no encontraban otra forma viable de realizarse económicamente.

Gigantes financieros estadunidenses se vinieron abajo y contagiaron las finanzas de todo el mundo y a las economías reales, provocando la crisis más grave desde la década de 1930. En ese país, 2008 concluyó con una contracción trimestral del 6.3 por ciento, la mayor en 26 años.

Los presidentes George W. Bush, republicano, y Barack Obama, demócrata, aplicaron dos variantes para el rescate. La primera, inyectándole al sistema financiero más de 700 mil millones de dólares; la segunda, mediante el llamado plan de recompra de activos tóxicos. En ambos casos, mediante la socialización de las pérdidas, en un país de crecientes finanzas virtuales.

El que está en curso incluye un ambicioso plan de estímulo de 787 mil millones de dólares, con el cual Obama se propone revitalizar, en paralelo, la economía con gastos en infraestructura, educación y empleo, y la potenciación de las energías alternativas que crearían nuevas ocupaciones.

Un tercer componente consiste en poner bajo control los llamados fondos de alto riesgo y los instrumentos financieros, algo imposible de lograr. Se trata de un camino que preocupa a otras potencias económicas por el riesgo de la inflación, que en este caso Estados Unidos parece avizorar como salvadora.

Durante su reciente gira por Chile y Costa Rica, el vicepresidente Joe Biden consideró, por lo pronto, que para el continente “es de particular importancia” reactivar la economía estadunidense, debido a que su solidez “es beneficiosa para el hemisferio”; según él, porque Estados Unidos puede convertirse en un “motor” para el impulso del crecimiento en la región.

Bajo esta perspectiva, Latinoamérica tendría que asumir más costos por un desastre del cual ha sido víctima.

Entretanto, los siete socios del Banco del Sur (Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Uruguay, Paraguay y Venezuela) se proponen iniciar las operaciones de éste con un fondo inicial de 7 mil millones de dólares, captado en un periodo de entre cinco y 10 años, y que se elevarían luego a 20 mil millones.

Argentina, Brasil y Venezuela se comprometen a contribuir con 2 mil millones cada uno; Ecuador y Uruguay desembolsarían 400 millones individualmente; y Bolivia y Paraguay aportarían, cada uno, 100 millones en esa década.

El 10 por ciento del total sería en monedas nacionales, utilizables en sus transacciones.

Darían mayor garantía a los países miembros –que han invitado a otros de la Unión de Naciones Suramericanas– los proyectos propios con su impostergable objetivo de mayor justicia social.

Con ello se impulsará la idea de un fondo y una moneda estable y que constituya la justa medida del valor, pero que también sea para todos.