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Aunque se parecen, la culpa no es lo mismo que la responsabilidad. La culpa ante todo se siente, mientras que la responsabilidad se piensa. La culpa es rumiante, nos atormenta una y otra vez y nos paraliza en un bucle de lapidación sin sentido. Son tan diferentes que puede existir incluso la culpa sin responsabilidad, como cuando se elige a un chivo expiatorio para acallar el clamor popular de condenar a alguien aunque sea gratuitamente.
Uno de los valores más cultivados en las empresas es ser accountable, una palabra de difícil traducción al español que engloba un conjunto de cualidades como la transparencia y sobre todo la suficiente seguridad en uno mismo para asumir las consecuencias de nuestras acciones. El problema es que del accountability puede fácilmente pasarse a la cultura de la culpa ya que nuestros cerebros están predispuestos a inculpar todo el tiempo. En opinión de Micheal Timms, consultor en liderazgo para la Universidad de Harvard, esto sucede pues los errores o eventos negativos son procesados por la amígdala, una parte de nuestro cerebro que regula las reacciones de supervivencia y que es el núcleo de control de nuestras emociones. Así pues, este filtro biológico nos hace casi siempre concluir que las cosas malas pasan a propósito y que las personas cercanas al error fueron alevosamente incompetentes y deben pagar por ello.
Este sesgo inconsciente es una peligrosa trampa pues la culpa es uno de los comportamientos más dañinos en una organización, no sólo por sus efectos en la moral de los equipos sino, sobre todo, porque nos aleja de una búsqueda racional de las causas de un problema. En otras palabras, solemos culpar antes de permitirnos pensar en todo el abanico de posibilidades que pudieron causar un problema.
Las consecuencias de la cultura de la culpa pueden cegarnos a nivel colectivo y poner a veces en peligro hasta la vida misma, como sucedió en un terrorífico accidente automovilístico que dejó a toda la sociedad estadounidense buscando culpables. Todo comenzó en 2009 cuando la grabación de una llamada al 911 se hizo viral en los noticieros de ese país. El auto Lexus de un experimentado policía de caminos en San Diego parecía haberse vuelto loco acelerando súbitamente sin control y arrojando a toda la familia hacia una intersección sin poder detenerse; todos murieron. El audio fue reproducido una y otra vez en todos los medios y bastaron unos pocos días para que de pronto muchos Toyota comenzaran a acelerar por sí mismos creando una ola de accidentes que en menos de seis meses costaron la vida de noventa personas.
En una rápida reacción de Toyota y ante la enorme presión mediática la empresa hizo el llamado a revisión de más diez millones de vehículos sin saber a ciencia cierta el origen del problema, principalmente del modelo Camry que hasta entonces había sido el auto más vendido en ese país por doce años consecutivos. Entre las causas que se barajeaban estaban toda suerte de hipótesis, desde errores en el software, aceleradores que se rompían o tapetes atorados en los pedales, ninguna de estas causas fue comprobada, pero nada basto para que el clamor popular por encontrar condenados llevara al Departamento de Justicia de los EE.UU. a declarar culpable a Toyota de encubrimiento (nunca se especificó de qué) y a imponerle una multa de 1,200 millones de dólares, el mayor castigo de la industria automotriz en la historia. Nuestra amígdala nos jugó chueco, aunque se había escogido a un culpable, no existía un responsable y nunca se puso atención a las causas raíz; los accidentes de hecho siguieron sucediendo no solo en autos Toyota sino en otras marcas.
¿Qué sucede realmente cuando un auto acelera de la nada sin detenerse? El caso Toyota despertó el interés de numerosos psicólogos e ingenieros independientes que insatisfechos ante esta culpabilidad gratuita pusieron en marcha cientos de experimentos en el curso de la década pasada. Sus resultados fueron contundentes: pudo comprobarse que la inmensa mayoría de accidentes ocurrieron justo después de que alguien se ponía al volante de un auto que manejaba por primera vez, fuera rentado o prestado, y las personas deshabituadas al vehículo confundieron el pedal del freno con el acelerador. Las cajas negras mostraron que ni siquiera se habían tocado los frenos. El caso Toyota no había sido más que un circo mediático con una autoridad sin respuestas buscando culpables rápidos sin atender las causas raíz científicamente.
Once años después de aquel audio que despertó la furia contra Toyota la historia parecía repetirse en 2020, ahora en contra de Tesla y esta vez en la forma de vídeos de autos eléctricos acelerando aparentemente de la nada hasta accidentarse. Afortunadamente, el accountability parece haber triunfando sobre la culpa en este caso y es que Tesla puso rápidamente fin a la lapidación púbica al comunicar su postura en tres contundentes párrafos: «el coche acelera si, y sólo si, el conductor le dice que lo haga, y frena o se detiene cuando el conductor pisa el freno. Somos transparentes y revisamos periódicamente las quejas de los clientes sobre aceleraciones involuntarias. En todos los casos los datos demostraron que el vehículo funcionaba correctamente. Cada sistema [acelerador y freno] es independiente y guarda un registro detallado, por lo que podemos examinar exactamente lo ocurrido.»
El caso Toyota nos muestra que el juego de la culpa puede llegar de hecho muy lejos. Para evitarlo, los expertos de la conducta organizacional coinciden en que la mejor solución es predicar con el ejemplo y asumir con autoconfianza la responsabilidad de nuestros errores. Fomentar un sentimiento de seguridad reduce la probabilidad de arremeter culpando a los demás, fomentando en su lugar una cultura donde el aprendizaje, más que la búsqueda de culpables sea la prioridad principal que permita buscar las verdaderas causas de los problemas.
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