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Por el contrario, al poner al mundo en la antesala de un conflicto nuclear y descomponer la economía internacional, generando inflación y volatilidad, el presidente ruso es, para Fortuna, el anti-hombre de 2022.
Por Claudia Luna Palencia
Conocí a Vladimir Putin en 2018, en el Helsinki Summit, en lo que fue el tan esperado encuentro con Donald Trump, quien en ese tiempo estaba al frente de la Casa Blanca.
Para entonces, el ruso ya llevaba 19 años comandando los destinos de la Federación de Rusia, desde distintas posiciones, alternándolas unas veces como presidente y otras como primer ministro. Una reforma electoral –en abril de 2021– le abrió la puerta para seguir en el poder y tener la posibilidad de reelegirse, cada seis años de forma consecutiva, por dos periodos.
Si todo sale como él quiere, llegará a 2036 gobernando Rusia con 84 años de edad. Prácticamente sería una dictadura de casi cuatro décadas, en un país que en el siglo pasado vivió sometido, hasta 1987, con las reformas democratizadoras puestas en marcha por el entonces presidente Mijaíl Gorbachov.
Putin, quien nació en Leningrado, hoy San Petersburgo, nunca ha disimulado su añoranza por recuperar el estatus de grandeza de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), cuya desintegración fue fruto de una serie de transformaciones auspiciadas por Gorbachov.
Tanto la Perestroika (reconstrucción y reformas), como la Glásnost (apertura), fueron como un revulsivo. El dictador ruso cree que a Gorbachov se le fueron de las manos, a tal grado que esas disposiciones terminaron rompiendo a la URSS, tras varias proclamaciones de independencia, a partir de 1991, y que dieron pie al surgimiento de 15 países soberanos, como son: Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán, Uzbekistán, Azerbaiyán, Armenia, Georgia, Lituania, Letonia y Estonia.
El líder ruso admira al zar Pedro el Grande, y no solo quiere recuperar poder geográfico, sino económico, para una nación que ha tenido siempre problemas cíclicos para expandir su economía. Putin es un patriota, orgulloso de su pasado eslavo.
Llegó a Helsinki precisamente con aires de grandeza, para cumplir con un encuentro solicitado expresamente por Trump, cuyo gobierno orbitó siempre bajo la sombra de la sospecha por una injerencia rusa –a su favor–, en las elecciones de 2016.
Aquel 16 de julio de 2018, Putin llegó más de una hora tarde a su cita con Trump, quien ya lo aguardaba ansioso y expectante en el interior del elegante Palacio Presidencial finlandés del siglo XIX, acompañado por el anfitrión, el presidente Sauli Niinisto.
De hecho, el mandatario estadounidense había tomado todas las previsiones, a tal grado que arribó con el Air Force One, un día antes. En cambio, Putin acababa de clausurar la Copa Mundial de Fútbol FIFA y llevaba varias horas frenéticas de trabajo,
Hasta la capital de Finlandia viajaron miles de periodistas y corresponsales de todo el mundo, para transmitir a sus respectivos países los pormenores de tan esperado encuentro.
El ambiente era de júbilo, las calles lucían pancartas colgantes, dándoles la bienvenida a ambos líderes y deseándoles un encuentro en el que antepusieran la paz a sus propios intereses. Los autobuses urbanos llevaban la bandera de ambos países y, en los escaparates, los finlandeses –también a su modo– daban la bienvenida con globos, banderas y mensajes.
Hasta el clima era cálido, pero Putin se encargaría de enfriar las expectativas, con sus gestos, sus modos, sus aires de grandeza y su habilidad para jugar con las emociones de los demás, como lo hace ahora, amagando a los europeos con apretar el botón nuclear y tener al mundo en una tensión constante.
Putin marca los tiempos
Un total de 14 periodistas y corresponsales fuimos elegidos para cubrir la breve estancia de Putin en Helsinki. Lo recibimos a pie de pista, en el Aeropuerto de Vantaa, tras una exhaustiva inspección por parte de los servicios de seguridad locales y otra más del cuerpo de seguridad del mandatario ruso, que no nos quitó el ojo de encima.
Ese pequeño grupo de periodistas internacionales estuvimos esperando, al inquilino del Kremlin, desde las 8:00 horas y el aeropuerto permaneció cerrado en su espacio aéreo hasta pasadas las 13:00, hora en que llegó el avión de Putin. Antes vimos sobrevolar a los cazas, aterrizar el avión de su cuerpo de seguridad, con un despliegue impresionante de vehículos ya en tierra y toda una parafernalia reveladora de la propia paranoia que rodea al exagente de la KGB.
¿Cómo es el perfil de Putin? Es un controlador, perfeccionista, con aires de superioridad; se cree predestinado para defender la grandeza rusa, fundamentalmente es un estratega, cuya jugada decide adelantando su impacto a futuro y, ante todo, es un manipulador de las emociones de los demás. Maneja sus tiempos a su conveniencia: a Trump, lo dejó esperando más de 60 minutos y no tuvo ningún empacho en seguir 15 minutos más adentro del avión, cuando ya había aterrizado. Putin no tenía ninguna prisa en ver a Trump, a pesar del retraso.
En el ambiente había tanto nerviosismo, que cada minuto de retraso parecía una eternidad. Al interior del Palacio Presidencial, los servicios secretos revisaban, una y otra vez, todo al máximo detalle: los de traje oscuro con corbata roja, encargados de la seguridad de Trump, y los hombres de negro con corbata oscura, los meticulosos pretorianos, velando por la seguridad de Putin. Nadie se pisaba los talones.
Aquel encuentro quedó para la posteridad. Cuando Trump se enteró de que finalmente el líder ruso iba en camino, en su enorme Aurus Senado, una potente limusina de alto blindaje –que deja sin habla–, que justo estrenó en Helsinki, el entonces mandatario estadounidense decidió salir del Palacio Presidencial para ser él, el último en entrar, una vez que Putin llegara.
Las caras de ambos en la salutación inicial revelaron el enorme enfado monumental de Trump, por el tiempo de espera, y el desconcierto de Putin, al enterarse de que el estadounidense había salido del Palacio Presidencial para reingresar unos minutos después de la entrada del ruso.
Habían pasado 21 años desde la última reunión en la capital finlandesa, entre el Kremlin y Washington, porque a lo largo del segundo periodo presidencial de Barack Obama (20 de enero de 2013, al 20 de enero de 2017) fue creciendo la tirantez diplomática con Putin, y mantuvieron una corta, escasa y gélida comunicación.
La expulsión de Rusia de las reuniones del G7 fue una represalia ante la adhesión ilegal de Crimea y de Sebastopol en 2014, aunque Putin venía dando avisos de cuál sería su política exterior: en 2008, mediante una guerra relámpago, se apropió de Osetia y Abjasia, territorios de Georgia. El mundo no tomó las medidas necesarias, ni en 2008 ni en 2014, para frenar las atrocidades de una invasión, como la que Rusia lleva a cabo en Ucrania, en este 2022.
La invasión que cambió al mundo
Han pasado más de siete meses desde que Vladimir Putin ordenó la invasión de Ucrania, el 24 de febrero, y desde entonces el europeo de a pie vive atemorizado con un ataque nuclear. El mandatario ruso sabe jugar bien con ese miedo.
La propia personalidad del sátrapa ruso ha contribuido a romper todas las líneas de diálogo, confianza y certeza. En la Unión Europea (UE) creen –no por especulación– que las verdaderas intenciones del Kremlin pasan por recuperar no solo Ucrania, sino también los países que ahora forman parte de los Balcanes y que, además, son miembros de la OTAN.
La situación es delicada, porque se ha llegado a un punto de no retorno. El 30 de septiembre fue proclamada en Moscú la adhesión ilegal de cuatro territorios de Ucrania a la Federación de Rusia, como son: Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk, o sea 15 por ciento del territorio ucraniano.
Putin celebró, por todo lo alto, con una fastuosa ceremonia en el imponente salón San Jorge, del Gran Palacio del Kremlin, el mismo sitio donde firmó la adhesión de Crimea en 2014 y en el que, por tradición, el zar Nicolás I solía festejar las glorias militares de Rusia. Todo ha estado puesto en escena: la apertura de suntuosas puertas doradas de cinco metros de altura, para que el dictador ruso llegara al salón, repleto de invitados, y enviara un mensaje de hombre fuerte, de mano dura, dispuesto a darlo todo por la “gran patria rusa”.
Como es lógico, Kiev quiere y hará todo por recuperar el territorio ocupado y anexionado que es, además, su salida al mar, hacia el Azov y el Mar Negro, geopolíticamente estratégicos. Mientras que Zaporiyia tiene la principal central nuclear de toda Europa, mucho más grande que Chernóbil, y es la tercera más relevante del mundo.
En el conflicto bélico, Putin ha ido de fracaso en fracaso. En una acción in extremis, está concediendo la nacionalidad a todos los extranjeros alistados en las filas rusas, mientras aumenta la presión económica por el elevado impacto de una guerra de más de siete meses.
Cada misil detonado, cada carro de combate perdido, son miles de millones de dólares quemados para una economía que no tiene una capacidad para sostener una guerra, ni de mediano ni de largo plazo; de hecho, han empezado a comprar drones kamikaze a Irán.
La inteligencia militar estadounidense conoce las debilidades de Rusia, y está jugando sus cartas aprovisionando a Ucrania con ayuda económica, militar y de inteligencia militar, usando sus poderosos satélites para espiar al enemigo y apostando porque el tiempo haga mella en Putin, acorralado por los patrocinadores de esta invasión y por revueltas civiles en las calles, que terminen minando su poder.
Aquí en Europa, se tiene la impresión de que el gobernante ruso no sabe cómo concluir la invasión y, en consecuencia, la guerra desatada. Se le observa metido en un círculo vicioso de decisiones erróneas, pero con enorme presión a su alrededor. Su ego le impide reconocer sus dislates.
La UE le sigue sancionando. Antes de la adhesión, Rusia acumulaba siete paquetes de sanciones económicas, comerciales, de inversiones, monetarias, diplomáticas, de visados, de movilidad, de cierre del espacio aéreo y de bancos rusos excluidos del sistema financiero internacional.
Prácticamente, se ha apretado la soga al cuello de Putin, pretendiendo sentarlo a negociar y deponer las armas; sin embargo, ha sido imposible. ¿Cómo terminará la guerra? Es una incógnita.
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