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Existen sacudidas que colapsan vidas y ocasionan escombros que sepultan las esperanzas de una ciudadanía que lucha todos los días por sobrevivir a la inmundicia.
Por Luis Hernández Martínez
Una de las víctimas, con el rostro golpeado y marcado por el asesinato de su madre y sus dos hijos, me habló con un hilo de voz, entrecortado por la desesperanza…
Escuché con atención al Fiscal. Y aunque su intención era buena, ninguna de sus palabras generó tranquilidad para mi pena. Al contrario. La inquietud y el temor crecieron: “Tendrán que hacer todo lo posible para que los testigos no desaparezcan y acepten hablar en el momento procesal oportuno, mientras avanza la investigación complementaria”, nos dijo en varias ocasiones en el patio del reclusorio.
¿Los testigos pueden desaparecer o no ir a declarar? ¿Y todo el tiempo y dinero invertidos durante ya más de 1,100 días? ¿Qué hacer con las lágrimas y la desesperación que no abandonan a mi familia, a mí? ¿Cómo no sentir el miedo a las represalias? Me pregunté en esos momentos sin lograr que mis pensamientos mutaran a sonidos.
Mi vida no avanza. No para bien. No desde la última vez que miré al presunto culpable de asesinar a mi madre y mis dos hijos; ahí en el juzgado, sentado frente al juez. Aún me ahoga la intranquilidad. Ignoro si tendremos una justicia pronta y expedita. Desconozco si accederemos a la justicia (https://revistafortuna.com.mx/2022/08/01/me-llames-como-me-llames-injusticia-soy-injusticia/).
“¿Hacer todo lo posible para que los testigos no desaparezcan?” Las palabras del Fiscal taladran mi cabeza. Alimentan mi ansiedad. Vulneran mis cimientos emocionales que, ya frágiles de por sí, evitan –a penas– que la depresión invada mi cuerpo, mi alma. La tenue luz que la aprehensión de mi padrastro arrojó sobre mi mundo desaparece, poco a poco.
Ahora la lucha y el esfuerzo ya no son para detener al principal sospechoso de la implosión de mi cosmos. Mi familia y yo aún tenemos que pelear para que nuestro caso no forme parte de la estadística que nutre a la impunidad de México. Todo indica que resulta insuficiente la labor cumplida de la policía, abogados, ministerio público…
Los indicios muestran que el olvido mediático, el desinterés social, la corrupción y la negligencia son ingredientes que dinamitan cualquier intento de justicia en nuestro país. Hoy, ¿quién pregunta por nuestros avances? ¿A quién le interesa cómo vamos en nuestra tarea?
¿Ya no somos de interés para nutrir las líneas de tiempo de los medios de comunicación y las redes sociales? ¿Perdimos relevancia? ¿El asesinato de mi madre e hijos solo sirvió para que los oportunistas ganaran audiencia y seguidores? ¿La captura de mi padrastro como presunto culpable solo fue una “llamarada de petate”, como dicen?
Nuestros familiares, nuestros abogados y el personal judicial asignado a nuestro caso siempre están aquí, con nosotros. Pero, fuera de dicho círculo, nuestro bote navega por mares desconocidos. Tengo miedo de naufragar. Que la injusticia sea el único puerto al que lleguemos.
Solo me queda narrar mi historia. Al fin y al cabo, los relatos son una declaración humana. Un ejercicio de derecho mínimo que tiene como propósito combatir la falta de empatía. Es el intento por ordenar el caos de mundo sordo, ciego, mudo; dinamitado por las falsas noticias. Arrastrado por el morbo y el sensacionalismo del momento.
Su historia cimbra los cimientos de la justicia mexicana. Su historia, junto a la de miles de personas, hace que la esperanza y confianza tiemblen, impotentes, ante la avalancha de los acontecimientos procesales… Descuida… También puede ocurrirte a ti.
*El autor es abogado, administrador, periodista y educador. Es perfeccionador y experto en compliance en Alta Dirección de Empresas y docente a nivel posgrado en materias de innovación, negocios, mercadotecnia y derecho.
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