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La noche del viernes 9 de agosto comenzó la temporada, que se extenderá hasta el domingo 29 de septiembre, de una puesta en escena inquietante, conmovedora, de incisiva virtud denunciatoria. Se trata de Black Bird, una obra en la que el dramaturgo escocés David Harrower (Edimburgo, 1966-) explora las consecuencias, algunas irreparables en la conducta y en la conciencia, del acto de abuso sexual que un adulto comete en contra de una niña.
Dirigidos por Katina Medina Mora, los actores Alejandro Calva y Cassandra Ciangherotti –y en el momento del abrupto desenlace Zoe Cassandra Iturralde o Luna Anaya, dos actrices infantiles que se alternarán a lo largo de las funciones– encarnan a dos personajes cuya confrontación da forma exasperada y contenido áspero a un asunto dramático que se anuda y se tensa hasta el punto de la asfixia, en un cara a cara expuesto sin concesiones, pero sin maniqueísmos ni condenas morales instantáneas.
Toda la obra se escenifica en un espacio que semeja una oficina precariamente montada en la parte trasera de un negocio, afuera se oyen ruido y voces de los trabajadores, se trata de una empresa que ofrece algunos servicios o comercializa algún producto, no se sabe con precisión. En todo caso esa imprecisión es acorde con la ambigüedad del protagonista, que paulatinamente va quedando al descubierto; un tipo cincuentón que podría ser el dueño o el gerente, el encargado, el contador o quizá el velador del lugar –según vaya intensificándose el cuestionamiento de su antigua víctima. Una oficina tan descuidada y sucia como la memoria del victimario, cuyos subterfugios se van cerrando y sus máscaras cayendo una tras otra en el vértigo dramático de la antagonista. Una oficina, en fin, con gavetas y anaqueles, una mesa y sillas de plástico al centro. Un sencillo trazo escénico a cuya eficacia contribuye la iluminación, cuyos cambios de tonalidad abren la posibilidad de que los espectadores atestigüen que no hay cicatriz allí donde por el dolor entrevemos la profundidad de la herida. Una oficina en la que la insobornable magia del teatro termina exhibiendo la materia de la que están hechos los atenuantes de una violencia supuestamente soft.
Ray y Uma. De 40 años él y de 12 años ella, un hombre y una niña cuando ocurrieron –más de una década atrás– los hechos cuya repercusión en sus vidas los tiene ahora frente a frente. Al menos esto reclama la obstinada Uma: que Ray asuma sin evasivas su responsabilidad, frente a ella y frente a sí mismo. Entre negativas, vacilaciones y pretextos, lo que Uma recibe de Ray es una artificiosa maraña de coartadas sentimentales, chantajes emotivos y apelaciones a «pasar la página», todo lo cual delata un intento de autoexoneración –asidero del agresor que con argucias cree vivir al margen de un mundo infestado de cobardes. En un momento revelador Uma inquiere a Ray por las fotografías que le tomó desnuda en un hotel. Ella confiesa haberlas buscado en cientos de páginas web de pornografía infantil, con horror infructuoso, y él asegura que no subió ni una a la red, y las destruyó. Al dramaturgo escocés le basta ese diálogo para abrir un objetivo gran angular en su historia y que, así, el público en vilo advierta la magnitud aterradora del problema. No es su obra, desde luego, un estudio sociológico, un reporte de caso clínico, una investigación judicial ni una crónica periodística. Es teatro. Un hoyo negro en la galaxia de nuestras hipocresías. No una prolija muestra de cifras y estadísticas, ni una exposición de perfiles psicológicos para engrosar carpetas de apasionante criminalística. Estamos gracias a la solvencia histriónica de Ciangherotti y Calva ante esa manifestación de la cultura llamada teatro, y en nuestros oídos resuena la explosión mágica de las artes escénicas que nos obliga a abrir los ojos para saber qué rayos está sucediendo con todos nosotros…
Acoso sexual, abuso corporal, manipulación psicológica, violencia, agandalle ¿con qué término nombraremos lo que un adulto es capaz de infligirle a una niña, y luego condolerse del castigo por infringir la ley?, ¿con qué palabra repudiaremos la canallada de argüir que en este caso se trata de una «relación consentida»? Inexcusable el adulto cuya conducta es capaz de lacerar sin medida a una niña que no está en condición física ni edad mental de defenderse de ser avasallada o utilizada para fines innobles. Desde que se abre el telón y los actores aparecen en el escenario, viene el pasado reclamando su lugar en el presente, viene Uma con su lesión psíquica y su mirada perdidiza exigiendo su derecho a vivir en el presente, a salvo del pasado infernal que termina por quemarlo todo o casi todo: los recuerdos, el futuro, la maduración de proyectos vitales, la risa aquí y el baile ahora, y el amor anulado.
Por Mario Raúl Guzmán