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Medio siglo de buenas intenciones no han sido suficientes para dotar a la región de los beneficios que otras zonas han logrado en materia comercial y en el terreno de las inversiones. La unión debe ir más allá del papel y la retórica.
Luz María de la Mora Sánchez
En este 2010 se cumple el 50 aniversario de la integración latinoamericana en la que México ha participado desde sus inicios. Sin embargo, respecto a otros procesos de integración, el latinoamericano obtiene calificaciones bajas y revela una serie de asignaturas pendientes.
De hecho, el nivel de unificación que ha logrado América Latina en su conjunto -medido en términos de comercio intrarregional- es de los más bajos.
En 2008 no llegó a 20 por ciento, en comparación con 73 por ciento de Europa y 50 por ciento para Asia y América del Norte.
América Latina comercia poco entre sí. En 2009 destinó 18 por ciento de sus ventas y realizó 20 por ciento de sus compras en la región. América Latina no ha establecido los mecanismos para promover esos intercambios que tendrían que ser naturales y ventajosos para la región.
México, por ejemplo, exportó alrededor de 230 mil millones de dólares en 2009 y es el primer exportador en América Latina. Sin embargo, en el mismo año menos de 6 por ciento de sus exportaciones se destinaron a la región.
Para México el proceso de integración latinoamericana no sólo es relevante desde un punto de vista político, sino que se vuelve urgente como una opción de crecimiento y fortalecimiento de sus empresas y su economía a través de la tan demandada diversificación de las exportaciones, así como la consolidación de una estrategia para fomentar y promocionar las inversiones mexicanas en la región.
Ante el dramático impacto que la recesión de Estados Unidos ha tenido sobre la economía mexicana, ver al mercado latinoamericano puede ser una fuente de oxígeno para buscar alternativas reales que permitan encontrar caminos para atender la excesiva concentración en un solo mercado exportador y la consecuente vulnerabilidad.
Los ciudadanos latinoamericanos ven con buenos ojos la integración de la región. La encuesta América Latina mira al mundo. La economía y la política de las relaciones internacionales publicada por Latinobarómetro en julio de 2009 reveló que 51 por ciento de los ciudadanos de la región apoyan la integración, mientras que 37 por ciento le dan un apoyo medio, y un 12 por ciento un bajo apoyo.
Integración latinoamericana ausente
Sin embrago, en la Cumbre de la Unidad realizada en febrero pasado en Playa del Carmen, México, el tema de la integración latinoamericana fue el gran ausente. Si bien en la Declaración se estableció la voluntad de “impulsar la integración regional con miras a la promoción de nuestro desarrollo sostenible,” ésta no pasó de ser una mera frase retórica sin contenido alguno.
La pregunta obligada es: ¿por qué después de 50 años de lanzado el primer gran mecanismo de integración regional, América Latina ofrece un récord de integración tan pobre? Más aún, ¿tiene futuro el plantearse una integración latinoamericana?
A pesar de décadas de grandes despliegues diplomáticos, celebración de cuantiosas reuniones y creación de innumerables grupos de trabajo, el proceso de integración latinoamericana no despega.
Dicho proceso inició en 1960 cuando México, junto con seis países -Argentina, Brasil, Chile, Paraguay, Perú y Uruguay- suscribió el Tratado de Montevideo que estableció la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).
Entre 1961 y 1967 se adhirieron Colombia, Ecuador, Venezuela y Bolivia. Con la ALALC se propuso la creación en un periodo de 12 años (que se extendió 8 años más) de un área de libre comercio entre los países de América Latina, con el fin de acelerar su desarrollo económico.
La vinculación de las economías de la región se daría mediante la eliminación de restricciones, cupos y aranceles al comercio, la reciprocidad y la aplicación del trato de nación más favorecida (NMF), que se refiere a la extensión automática del mejor trato que se conceda a una parte a todas las demás partes en un acuerdo de comercio internacional.
Pero la ALALC enfrentó fuertes obstáculos derivados de diversos factores, entre los que se cuentan la inexperiencia de los países en este tipo de negociaciones, las disparidades entre las diferentes economías, la creación del Grupo Andino -que creó un subgrupo con reglas propias que se alejaban del objetivo de la integración regional-, así como las mismas políticas proteccionistas de los países que, en efecto, llevaron a un impasse.
El proceso de integración que se intentó impulsar con la ALALC fracasó ante la imposibilidad de coordinar las políticas económicas de los países miembros y la rigidez en los plazos y mecanismos de negociación.
Ante la imposibilidad de crear una zona de libre comercio, en 1980 los mismos países se replantearon la integración. La ALALC pasó a ser la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) y se propuso crear un mercado común latinoamericano que se alcanzaría de manera gradual y progresiva.
Pero el propio objetivo de la integración regional se vio erosionado por el surgimiento de acuerdos subregionales. En efecto, de manera paralela al proceso nacieron otras iniciativas subregionales como el Mercado Común del Sur, MERCOSUR (1991) o la Unión de Naciones de Suramérica, UNASUR (2008) que sucedió a la Comunidad Sudamericana de Naciones (2004), o la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América, ALBA (2004).
Una promesa escrita
Desafortunadamente para la región, el objetivo de la integración ha quedado en el papel. La evolución de la integración latinoamericana ha respondido, sin duda, a las realidades políticas y económicas de la región. De hecho, los inicios de la ALALC como de la ALADI se dieron en un contexto en donde los países de la región se caracterizaron por recurrentes crisis políticas con golpes de Estado en algunos países, así como fuertes crisis económicas (petróleo en los setenta, deuda externa en los ochenta, crisis financiera en los noventa) que en el mejor de los casos llevaron a tasas de crecimiento muy volátiles y a políticas económicas erráticas.
Así, América Latina no ofrecía un ambiente propicio para la integración ni para el desarrollo de los negocios no sólo en cada país, sino entre sí. América Latina no parecía ser el mejor socio para sí misma, por lo que el comercio se orientó más bien hacia mercados fuera de la región.
De hecho, a diferencia de los mecanismos de integración en Europa o en Asia -que se movieron hacia una mayor profundización y armonización de reglas para promover el comercio intrarregional-, en América Latina sucedió todo lo contrario: la ambición se redujo llevando a una fragmentación de facto de la región.
El futuro es posible
La crisis global desatada en 2008 debería hacernos repensar la integración, pues América Latina está mucho mejor posicionada para superar la crisis y para promover mayores niveles de intercambio.
Si bien esta crisis ha tenido impactos negativos sobre las economías de la región así como sobre el comercio intrarregional, en esta ocasión América Latina ha estado mejor preparada para enfrentar la crisis y sus efectos no han cimbrado los fundamentos económicos de los países.
Esto se ha debido, en gran parte, a los avances que, en su mayoría, han hecho las propias economías de la región que aprendieron de las amargas lecciones del pasado. Aun cuando la recuperación de la región va a ser lenta, el Fondo Monetario Internacional (FMI) destaca que Latinoamérica fue la que primero logró retomar la senda del crecimiento.
En este sentido, la situación macroeconómica de la región hoy la hace un socio deseable y atractivo al que hay que volver a ver con una mirada fresca. Ante la contracción de los mercados desarrollados y ante sus débiles perspectivas de recuperación, cabe preguntarse si la integración en América Latina debe retomarse seriamente como una alternativa viable y replantear el valor de la región como un socio tan atractivo o más que los tradicionales mercados de países desarrollados.
Es aquí en donde el proceso de integración vuelve a tomar relevancia. Pero para hacer de éste una realidad y obtener los beneficios esperados se requieren esquemas comerciales, financieros y de inversión que permitan que América Latina no siga siendo sólo una serie de mercados fragmentados, sino un gran mercado de más de 500 millones de habitantes con perspectivas positivas de crecimiento y consumo.
Pero para avanzar en la ruta de la integración no sólo se requiere de un buen contexto macroeconómico; se requiere fundamentalmente de liderazgo y convergencia política con visión de futuro. Se requiere de un verdadero apoyo político de los dos grandes de la región –Brasil y México- que hasta ahora le ha faltado al proceso. Aquí México debería buscar ocupar el espacio que le corresponde.
México es ya un inversionista de peso en América Latina con más de 47 mil millones de dólares en inversiones en actividades productivas, de servicios, financieras, mineras, de comercialización, entre otras. Una serie de empresas mexicanas ya hacen negocios en prácticamente todos los países de la región. De hecho, Brasil es el primer destino de inversiones mexicanas a nivel mundial (cerca de 17,000 millones de dólares). Asimismo, las exportaciones mexicanas a la región si bien registran niveles muy bajos comparados con los totales, se triplicaron en cinco años (7,000 a 22,000 millones de dólares entre 2003 y 2008).
El mercado latinoamericano ofrece a México un enorme potencial para la diversificación de su oferta exportable y abre oportunidades de negocios en un mercado cercano en términos de idioma, cultura, patrones de consumo, tamaño de mercado, requisitos de certificación, por mencionar algunos.
Sería hora de retomar a la opinión pública latinoamericana y considerar seriamente el proyecto de integración más allá de retóricas políticas e ideológicas. La integración es una apuesta por el crecimiento, por el desarrollo y por la innovación. Si bien los 50 años de la integración dejan mucho que desear, es un buen momento para replantear el camino para lograrla.
El gran desafío que se le presenta a la sociedad latinoamericana está referido, prioritariamente, a la necesidad de conocer cuáles son y cómo puede funcionar una América Latina global en los nuevos escenarios internacionales, tomando en cuenta que en el mundo actual los mercados segmentados y las políticas aisladas, sólo llevan a intensificar los riesgos de vulnerabilidad. La integración puede tener futuro. La sociedad latinoamericana ya la apoya.
¿Por qué después de 50 años de lanzado el primer gran mecanismo de integración regional, América Latina ofrece un récord de integración tan pobre? Más aún, ¿tiene futuro el plantearse una integración latinoamericana?
Para México el proceso de integración latinoamericana no sólo es relevante desde un punto de vista político, sino que se vuelve urgente como una opción de crecimiento y fortalecimiento de sus empresas y su economía.