¿Comunicación cercana o banal?

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La banalización de la comunicación gubernamental, en todos los órdenes de gobierno, no sólo genera el enfoque contrario a acercarse a la ciudadanía: fortalece la falta de rigor, la polarización, la opacidad y los mecanismos de seguimiento o rendimiento de cuentas.

Así, estamos llenos de ruido que no fortalece ni a la democracia, ni la participación ciudadana: sólo alimenta el ciclo de noticias cada vez más corto y más interesado en la viralidad de los contenidos que en la profundidad de lo que se está proponiendo.

Algunos ejemplos de cómo se está banalizando el discurso público son:

  • La celebración de las remesas: El envío de dinero desde Estados Unidos hacia México ha sido uno de los factores que han permitido liquidez a las familias y moderar el impacto de la ausencia de políticas públicas para mejorar la seguridad, reducir la pobreza y generar ciclos virtuosos de crecimiento. Sin embargo, cada dato oficial de las remesas es bienvenido como un éxito gubernamental, dejando la sensación de que es un éxito cuando en realidad es un indicador de carencias del mercado interno.
  • #conlosniñosno: Hay una clara línea de comunicación oficial cuando hay críticas hacia el hijo menor del presidente en redes sociales. Sin embargo, hay un silencio total cuando se trata de agresiones a menores, como el más reciente ataque en un puesto de vacunación para niños de entre 5 a 11 años en Puebla, ampliando la brecha entre “ellos” y “nosotros”.
  • “No soy Tláloc”: El gobernador de Nuevo León, Samuel García, es uno más de quienes consideran que usar el lenguaje coloquial y situarse al mismo nivel que los ciudadanos los exime de su obligación como autoridad para resolver problemas. En México tenemos una larga tradición que abarca los últimos sexenios, dejando huecos que son llenados por otros poderes fácticos, afectando la decisión de diseñar políticas públicas de largo plazo.

La banalización del discurso tiene costos para las propias instancias gubernamentales y también para la ciudadanía, porque implica afectar -aún más- a una democracia endeble y reducirlo a los “hombres fuertes”, los “arriesgados”, los que “no temen decir las cosas”.

El panorama luce preocupante.