Calderón: la recesión o la patología del ser

Tiempo de lectura aprox: 7 minutos, 15 segundos

Lo que el país necesita es reír mucho (…) Parece que hay alguna histeria. Si alguien pudiera inventar un chiste cada diez días, creo que acabarían nuestras dificultades (…) Si puede cantar una canción que haga que la gente se olvide de sus dificultades y de la depresión, le daré una medalla (…) Tal vez lo que este país necesita es un gran poema… lo estoy buscando pero no lo encuentro. A veces, un gran poema puede hacer mucho más que la legislación

Herbert Hoover, presidente de Estados Unidos, en 1931, segundo año de la gran depresión

La evaluación de la conducta de Felipe Calderón y su equipo, en especial Agustín Carstens y Guillermo Ortiz, desde que fue ostensible el desplome sistémico estadunidense –arrastrando en su aparatosa caída al resto del mundo debido a la estrechez de los circuitos financieros, productivos y mercantiles construidos por la “globalización” neoliberal–, evidencia que no tienen nada serio que ofrecer a nuestro país.

Irremisiblemente, la economía se hundirá a gran velocidad en una grave depresión, cuya magnitud, profundidad y costos sociopolíticos son insospechados, si no se abandona la parálisis que se ha apoderado del gabinete –sufren una especie de pánico escénico–, sus ineficaces medidas económicas defensivas ante la crisis y las patéticas convocatorias calderonistas para mantener el “optimismo” mientras los indicadores económicos se tornan más sombríos y se descomponen las expectativas ante la percepción generalizada de que el gobierno es incapaz para enfrentar el naufragio.

Hasta el momento, el banco central ha logrado contener parcialmente las presiones en contra de la moneda. Pero en cualquier momento las burbujas pueden transformarse en una violenta dinámica especulativa que lo desborde, si decide mantener una política de contención como lo hace hasta el momento. Las reservas internacionales pueden evaporarse o aún con ellas, parcialmente saqueadas, puede irrumpir incontenible el caos, el colapso financiero.

Por desgracia, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) y el Banco de México (Banxico) –que integran la Comisión de Cambios–, en lugar de restaurar la autoridad cambiaria y financiera frente a las manías especulativas, prefieren, pudorosamente, actuar furtivamente en el mercado de divisas. Para “ordenarlo” y “fortalecer” al vapuleado peso, decidieron vender dólares “discrecionalmente”, sin informar cuánto cuesta la especulación (cantidades y precios vendidos), aunque la opacidad (de)genere en mayor suspicacia sobre la “fortaleza” financiera de México y la pulcritud de las operaciones. ¿Es el juego del gato y el ratón? ¿Quién es quién? Porque pareciera que ya le tomaron la medida al banco central. Por los montos operados puede suponerse que no son compradores-vendedores minoristas. ¿No sería más fácil llamar a los inquietos para tranquilizarlos? No son muchos. Acaso bastaría con la terapia de revisión de sus cuentas, como dicen que hacía Pedro Aspe, una convocatoria patriótica o un discurso “optimista” de Calderón. ¿No sería plausible “arrojarle arena a las ruedas de los movimientos de capital”, como diría James Tobin, con impuestos, controles, encajes, límites mensuales a las operaciones cambiarias? Claro, hay que “respetar” al “mercado libre”; pero ¿qué hacer cuando éste se vuelve insolente? ¿Dejarlo “hacer, dejar pasar” para que hunda la paridad y el país? ¿Vale más un puñado de especuladores que una nación? No dudo que si solicitan el apoyo de otro nervioso (por la corona), el vicepresidente Manlio Fabio les socorrería por el bien de la nación. Pero no para demandar poderes excepcionales en situaciones de emergencia, porque recuerda a los infaustos Augusto Pinochet, Carlos Menem o Alberto Fujimori.

Si desde su controvertido triunfo electoral Calderón fue incapaz de construir una estrategia que le permitiera revertir su escasa credibilidad y legitimidad para consolidar su gobierno, ante la crisis manifiesta una falta de liderazgo. Se exhibe desorientado: con una alarmante alteración de la realidad, típica de Vicente Fox. ¿Evitará revisar los informes de la economía para no perder su optimismo? ¿Tomará Prozac? Con una orfandad de creatividad para enfrentar el acertijo de la crisis, ante la cual sólo atina aceptar los desatinos de Agustín Carstens, cuya solución mágica es someter al país a una terapia adicional del fracasado “libre mercado”, de contrarreformas neoliberales, mientras que los gobiernos, sobre todos los industrializados, reniegan de ellas porque en su matriz se gestó la crisis mundial y desempolvan el instrumental keynesiano. Calderón se degrada lastimosamente al tratar de vender bisutería a la sociedad: las insostenibles mercancías de la “solidez” de la economía, la “salud” de las finanzas públicas, el supuesto crecimiento de 1.5 por ciento, la virtud de contar con el “mejor equipo económico del mundo”, la recuperación hacia finales de 2009. En lugar de actuar con una agresiva política fiscal y monetaria, aspira conjurar los malos espíritus con sus desoladas arengas que recuerdan a los inodoros manuales que prometen el “éxito” y el “paraíso” si se guarda una sempiterna actitud “positiva” ante cualquier circunstancia. Desesperado, exhorta a la unidad e invita a la evasión católica de la realidad: el abandono del “egoísmo”, el “personalismo”; regaña a los “catastrofistas, los profetas del desastre que sólo generan el desaliento”.

Con su actitud, Calderón recuerda al trágico Herbert Hoover, presidente de Estados Unidos (1929-1933), cuya inteligencia quedó congelada y destruida por su propia inflexibilidad y la depresión mundial. Se petrificó en sus creencias: el “mercado” resuelve todo y “la única función del gobierno consiste en crear una situación de negocios que favorezca el beneficioso desenvolvimiento de la empresa privada”. En 1931, como Calderón, estaba convencido que “los factores principales de la depresión se encuentran actualmente fuera de Estados Unidos”. En ese año juraba y perjuraba que había sido vencida dos veces. En 1932 se preguntaba: “¿Cuál depresión?” Y agregaba: “¡La depresión ha pasado!”, mientras quebraban 2 mil 300 bancos, caía la inversión, y la producción y el desempleo aumentaban de 4 millones en 1930 a 12 millones en 1931. Su temor al déficit fiscal se le convirtió en una obsesión. Cuando se le exigió un mayor gasto público como medida anticrisis, consideró que era “la estupidez más gigantesca que jamás se haya propuesto”. Entonces adoctrinó: “Nada contribuirá más al retorno de la prosperidad que mantener una sólida posición fiscal del gobierno federal”. Hoover era un fundamentalista: para él, “el presupuesto equilibrado” era una “necesidad absoluta”. El “fundamento de toda estabilidad financiera, pública y privada”. Hoover, como Calderón, estaba convencido (¿confundido?) de que la depresión era un problema sicológico más que económico. Pensaba que con buenos chistes, canciones o poemas mejoraría el ánimo social. Calderón –práctico como Fox– deja la Presidencia encargada a quién sabe quién; se traviste de publicista y va alegremente por los caminos promocionando el “optimismo” y las “ventanas de oportunidades” para después del diluvio.

Por si no fuera suficiente, la falta de cohesión emocional entre Hacienda y el Banxico se convierte en una crisis de “empatía”. Optimista, Carstens no veía mal un crecimiento de 1.5 por ciento en 2008; tampoco uno de casi 0 por ciento en 2009 (remedo del chiste del que cuando le dijeron que la temperatura estaba en cero grados, afirmó que no hacía ni frío ni calor). No considera hacer algo más allá de los programas para Impulsar el Crecimiento y el Empleo o el Acuerdo Nacional a Favor de la Economía Familiar y el Empleo, que nacieron muertos. Ocurrente necrófilo, exhuma otros despojos del descompuesto cadáver del neoliberalismo como solución genial a la crisis: legalizar el desmantelamiento de los derechos laborales; más espacio al capital extranjero, hacer más “amigable” el marco tributario a las empresas, eliminar monopolios. Devoto del balance fiscal cero, hace lo indecible para no usar el gasto público anticíclico. Es un chicago boy reforzado. En sus manuales de economía del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y Chicago no existen capítulos sobre las políticas keynesianas, únicamente sobre el monetarismo y el ofertismo. Lo único que le ha salido bien es su bonachona despreocupación por el alza del gasto corriente, el subejercicio “ahorrativo” de las dependencias estatales, el recorte forzado en otras áreas y el descontento generado a la población con la política de precios. Los chicago boys son socarrones. Alejandro Werner, subsecretario de Hacienda, dice que harán proponer a Calderón otra eminente “idea” anticrisis: que los trabajadores que sean arrojados a la calle se coman parte de sus fondos de pensión, “al menos 90 días de salario”, no las voraces comisiones que les cobran las administradoras. Que se preocupen por ellos mismos, porque el gobierno tiene cosas más importantes que atender que unos cuantos millones de miserables. Si queda más tiempo desmovilizado, si después vive una miserable vejez, como cuando era empleado activo, será su problema. Nada de seguros contra el desempleo, la preservación de fuentes de trabajo o la creación de nuevas, por ejemplo.

Ortiz se queja amargamente porque “la vida es injusta”, pues a algunos “les toca más crisis de las que sería justo en (su) vida profesional”. ¿De qué se lamenta? Nadie le pidió que aceptara su puesto. Tiene razón, la vida plácida debe ser estupenda. Alrededor de 70 millones de mexicanos son más bienaventurados que él: sólo les ha tocado una crisis. Una que dura desde que nacen hasta que fallecen. En parte por la responsabilidad de Ortiz. Sólo ocho años si se es justo, lapso en que ha sido gobernador del Banxico. Su ingreso mensual equivale a alrededor de 10 años de trabajo de una persona que percibe el salario mínimo. Es obvio que no es agradable que, por su moderado realismo, irrite al alegre Carstens, o que sea considerado como el “catastrofista” número uno, según la nomenclatura de Calderón, o que sea rehén de los especuladores. Porque, como cancerbero de la inflación y el valor de la moneda, su trabajo ha dejado mucho que desear. La primera nunca ha cumplido sus sueños, voluptuosa, cada año se ha alejado de ellos. En el caso de la segunda, las cosas iban bien, por decirlo de alguna manera, si se hace a un lado detalles como su corresponsabilidad en el estancamiento que vive el país, el reinado por la economía de la depresión, el desempleo y la pauperización, gracias a la sobrevaluación y los altos intereses reales. De agosto de 2008 al 5 de febrero de 2009, la paridad nominal se devaluó 44 por ciento, con sus efectos inflacionarios, depresivos, desquiciantes. Doctor Ortiz, ¿piensa en algún momento dejar de ser el hazmerreír de los especuladores? ¿Será capaz de restaurar la pisoteada soberanía monetaria y cambiaria, e impulsar una vigorosa política monetaria anticíclica, al alimón con la fiscal, soportando unos meses más a Carstens, el otro favorito del escarnio popular? Muchos “marxistas” ortodoxos se reciclaron a partir de 1989, aunque hubo otros precoces. Algunos neoliberales ya perdieron la fe y arrojaron a la basura el catecismo. Si no tiene nada nuevo en su agenda, podría aceptar anticipadamente su empleo de tiempo completo en el Banco de Pagos Internacionales. Sin cambios en las políticas públicas, la paridad se va a desfondar en cualquier momento para amplificar la catástrofe. No podrá evitar un mayor descrédito. Como dice Juan Pueblo: podría quedarse como el perro de las dos tortas. De paso, podría hacerle otro favor a la nación: recomendar a Carstens en algún lado o aconsejarle que se regrese al ITAM, y convencer a Calderón que es mejor publicista que presidente. Hace tiempo que en México las elites perdieron la dimensión de la realidad: unos, bajo la jungla individualista del “libre mercado”, están ávidos por aplastarnos y hundirlo, los que perturban sus sueños en el mercado cambiario; otros siguen en la frivolidad y la insolente impunidad. Por ejemplo, los gobernadores Fidel Herrera, Marcelo de los Santos y Eugenio Hernández se divertirán con su “cabalgata huasteca”; Enrique Peña Nieto, con su patiño Alfonso de Maria y Campos, destruye Teotihuacan, codicioso de los reflectores maximalistas; Emilio González dilapida ilegalmente el presupuesto, regalándoselo al duopolio televisivo y la iglesia; el presidente Felipe el católico pisotea el estado de derecho –cuantas veces se le da la gana– y al Estado laico, lo que le permite que la iglesia católica, agradecida, considere al Partido Acción Nacional como el “partido de Dios”, “ejemplo de nobleza” por los millones de pesos del erario que engordan sus glotonas finanzas de los protectores de pederastas; el vicepresidente Fabio Beltrones, en sus delirios de emperador, no ve mal que los diputados y senadores dilapiden 1 millón 200 mil pesos en el inútil foro “México ante la crisis: ¿qué hacer para crecer?”, cuando las soluciones son claras. ¿Acaso supone que con ello mejora su mercadotécnica imagen política carente de contenido? Eso y más, cuando las llamadas “expectativas decrecientes”, como dicen los economistas, en su remolino avasallador nos arrastran hacia el fondo disolvente del pozo.

También catalizan la rebelión de los colgados cada cierto tiempo. Es cierto que sus fiestas carecen del glamour del “resplandor teotihuacano” como el que pretende Peña Nieto. Pero de que son alegres, nadie puede negarlo.

Fuente: Revista Fortuna | No. 73 | 15 de febrero de 2009 | México