Manú Dornbierer
El 4 de noviembre de 2008, llorando de alegría, una joven negra del Senegal apareció en la televisión francesa diciendo: “Ahora sí, ya nos perdonaron el color de nuestra piel”. En toda África, otros muchos sintieron lo mismo. Y en el Asia de los amarillos, en el muy racista Japón –donde hay un pueblo llamado Obama–, en
El republicano derrotado por amplio margen, John McCain, lo entendió y siguiendo la tradición anglosajona del fair play –que manda aceptar con elegancia la derrota cuando es contundente (que no el fraude)– felicitó a su vencedor por esa victoria, que empezó a diluir el conocido racismo que tan detestable fama le ha dado a su país. Comprendió que esa aceptación de las razas de color por los votantes estadunidenses engrandeció a su complicada democracia y por ende a la nación misma.
Desde temprana edad, el muchacho –al que sus amigos de la secundaria en Honolulu llamaban Barry– fue señalado por el destino como una especie de “enviado” para cumplir hacia la raza negra de su padre ese papel reivindicador. Entre las millones de opiniones vertidas ese día histórico, alguien dijo que “no había ganado porque era negro”. No, pero sí. De igual manera que Hillary Clinton le hubiera ganado al republicano por ser mujer, así uno y otra hayan tenido las cualidades que se quieran. Y es que el cambio de valores era indispensable, ya que Bush hizo detestar a tal grado todo lo que representa, empezando por la raza “caucásica”, que en ese sentido el muy blanco McCain nunca convenció de su diferencia con el verdugo de Irak y de la destrucción de la economía de su país a la par, si es que realmente hubo esa diferencia con su nefasto correligionario.
Pero el negro Obama es mitad blanco: debe su formación a su madre y a su abuela blancas. Y no hablemos ya del color, sino de algo más que tuvo una gran influencia sobre él. Quizás en su caso, “infancia es destino”. Le abrió el espíritu el cosmopolitismo que vivió con esa abuela y esa madre, originarias de un convencional estado como Kansas, que se fueron al otro lado del mar a un muy especial estado de
Su madre fue una persona extraordinaria, libre, estudiosa, trabajadora y sobre todo congruente con sus metas. Por eso indignan tanto los sucios ataques en internet contra esa figura evidentemente antirracista. Barack Obama se refiere a su madre como “la figura dominante de su formación” y asegura que “los valores que me enseñó continúan siendo mi piedra de toque para los asuntos políticos”. Esa madre inteligente, libre y preocupada por los problemas sociales, que no se quería casar, fue todo un personaje. Tuvo dos maridos y de ambos se divorciaría. Uno era de Kenia, de raza negra, también llamado Barack Obama, con el que estuvo casada de
Doctora en antropología especializada en desarrollo rural, Stanley Ann Dunham, blanca, aunque no ciento por ciento, ya que tenía algo de sangre cherokee, nació en Fort Leavenworth, Kansas, el 29 de noviembre de 1942 y murió de cáncer ovárico-uterino en Honolulu, Hawai, el 7 de noviembre de 1995. ¡Horror de los horrores, era prima lejana de Dick Cheney (apellido francés), el siniestro vicepresidente de George Bush, siempre servidor o amo –quién sabe– de la dinastía más nefasta de Estados Unidos, de los mismos Bush y hasta del presidente Truman, quien soltó sobre Japón la bomba atómica en Hiroshima y en Nagasaki.
Cuando Ann conoció al estudiante Barack Obama, padre del que hoy es presidente electo de Estados Unidos, él era el primer estudiante africano en la universidad de Hawai, en Manoa. Se conocieron tratando de aprender ruso. Se enamoraron y se comprometieron; los padres de ambos se opusieron a la boda. Pero ellos se casaron el 2 de febrero de 1961 en Maui. El 4 de agosto, a la edad de 18 años, Ann dio a luz a Barack Obama Jr, en Honolulu, Hawai. Dejó la universidad para ocuparse del bebé y el padre terminó y se graduó en junio de 1962 en
Lolo Soetero (1936-1987) fue el segundo esposo de Ann Dunham. Se conocieron también en
En Estados Unidos lloraban de emoción y alegría por la victoria de Obama: negros, mulatos, blancos, amarillos, cobrizos. El racismo imperante durante cuando menos dos milenios recibió un terrible golpe. La elección de Barack Obama, el 4 de noviembre de 2008, fue universal. Votamos todos los terrícolas y no nada más los gringos, que esta vez estuvieron a la altura de su responsabilidad hacia ellos mismos.
Los gringos cumplieron esta vez con las expectativas del mundo que fue altamente dañado por la dictadura bushista, que aceptaron.
Por eso había tanto miedo al fraude. Como Oprah Winfrey, millones de seres humanos temíamos uno de esos fraudes monstruosos que acostumbran los políticos para burlarse de la voluntad popular. Pero al votar masivamente por Obama, aunque el voto no es directo en Estados Unidos, se impidió de raíz el fraude. Se pudo dar la elección mundial de este estadunidense de una raza minoritaria y cosmopolita, cuya biografía temprana explica su filosofía en buena medida. Pero por supuesto Barack Obama nunca mencionó el secreto, y es que sin duda sabe que para millones de gringos no existe nada más que ellos: Estados Unidos. Parodiando al rey de Francia, Luis XIV, que tan campantemente decía en siglo XVII: “Létat c’est moi”, “El Estado soy”, se puede decir que los gringos piensan: “El planeta somos nosotros” .