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Haydeé Moreyra*
En 2007, cuando se dio a conocer que Brasil sería la sede del Mundial de Futbol, el 79 por ciento de la población brasileña había abrazado el proyecto con gran entusiasmo; actualmente sólo el 48 por ciento de la población apoya la justa mundialista. De hecho, a la publicidad y gritos de fans se acompañan protestas y huelgas como parte del escenario mundialista.
A primera vista parece increíble que estos sucesos ocurran en un país con una tradición futbolera sumamente arraigada, donde el 20 por ciento de su población practica este deporte. Pero además de tradición, también implica dinero; con cinco veces campeón de la Copa del Mundo, Brasil ocupa el octavo lugar en ingresos generados por este deporte, moviendo cerca de 16 mil millones de dólares anuales.
Según el Ministerio de Turismo de Brasil, el Mundial de Futbol le representaría a país ingresos por 27 mil 700 millones de dólares y una generación de 303 mil empleos. Hay que considerar que un proyecto de esta envergadura trae consigo un impacto positivo en al menos tres componentes clave de la economía: consumo, inversión privada y gasto de gobierno.
De hecho, se sabe que el gobierno de Dilma Rousseff gastaría un estimado de 11.5 miles de millones de dólares por la construcción de estadios, transporte, aeropuertos y demás infraestructura para darle movilidad a las ciudades donde se llevarán a cabo los partidos. También hay que considerar el efecto inmediato al sector turismo y a la entrada de divisas. Brasil tiene planeadas12 ciudades como sede para llevar a cabo las justas mundialistas en vez de las tradicionales 8, con la intención de que los efectos positivos permeen en más brasileños.
No parece claro el argumento que una Copa Mundialista trae más problemas que beneficios. La calificadora Moody’s recientemente sostuvo que aun con los nuevos proyectos de infraestructura relacionados con la Copa del Mundo, los beneficios resultan muy pequeños en comparación con lo que requiere una economía como la brasileña. Es que a caso no todo es futbol sino economía y economía del futbol.
Desde mi punto de vista, existen tres razones por las que los brasileños se han desencantado del Mundial: problemas técnicos, problemas económicos y problemas políticos.
Los preparativos para el Mundial ya han venido presentado retrasos, contratiempos administrativos y judiciales, sin mencionar accidentes (algunos fatales). Por ejemplo, se pensaban tener listas 25 aerolíneas para mover a turistas nacionales e internacionales, y al parecer sólo se han podido operar exitosamente 8; aún no se terminan los trabajos en la Arena Corinthians, por lo que se reducirá el número de asientos planeados (los estadios deben poder asumir la capacidad de 40 mil personas y dedicar espacio para salas VIP y de prensa); el aeropuerto en Sao Paulo apenas se terminará en tiempo para poder complementar el transporte de los 100 millones de pasajeros que anualmente viajan por los otros 91 aeropuertos.
Igualmente preocupante es que sólo se han podido concretar 5 de los 35 proyectos de movilidad entre las distintas ciudades. Y reitero la palabra “preocupante’” porque de nada sirve tener los estadios y espacios deportivos construidos si no se cuenta con medios de transporte, autopistas, hoteles, restaurantes y demás infraestructura que permita la adecuada movilidad de los cerca 3.6 millones de turistas que se esperan. Se sabe que hubo poco tiempo para hacer pruebas y evaluar el estado de las comunicaciones y telecomunicaciones, por lo que es un riesgo latente (se calcula que por cada espectador dentro del estadio habrá otros 10 mil viendo la retransmisión de los juegos).
La economía representa otra buena parte del problema. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), la economía de Brasil habría aumentado 2.3 por ciento en 2013. Peor aún, la expectativa es que para el 2014, año del Mundial de Futbol, la economía no crecerá más de 2 por ciento; es decir, habría una –sorpresiva- disminución con respecto al año anterior. Con tantos proyectos de infraestructura e inversión resulta sorprendente que los pronósticos de crecimiento sean tan raquíticos.
Hasta no hace mucho Brasil –dentro del grupo de economías emergentes– gozaba de buenas perspectivas de crecimiento económico, superior a las tasas observables en los países desarrollados. Pero a partir del 2012 se hicieron cada vez más visibles los problemas estructurales que la han llevado a mostrar un desempeño muy heterogéneo con relación a sus pares. Por ejemplo, BBVA Bancomer estima que en los siguientes dos años, los países que conforman la Alianza del Pacífico crecerán a tasas que duplicarán a las de Mercado Común del Sur (Mercosur), donde se encuentra Brasil.
Pero el magro crecimiento no es un mal en sí mismo sino que es la consecuencia de problemas económicos más profundos: una caída en la confianza del sector privado, menor consumo e inversión, mayor déficit en su comercio exterior, presiones sobre el tipo de cambio y los precios, sólo por mencionar algunos.
Los grandes problemas de Brasil se pueden resumir en el rally que han sufrido los precios internacionales de los commodities y la apreciación de su moneda, el real brasileño. Estos dos factores, a mi juicio, han lastimado profundamente a la economía brasileña. Y es que la pérdida de competitividad en sus exportaciones (Brasil es exportador neto de materia prima) tiene una clara consecuencia en los ingresos por divisas, las ventas de las empresas y los empleos generados.
Además, los grandes proyectos de infraestructura siempre vienen con un componente de deuda y de mayores impuestos. A esto hay que agregarle que la sociedad brasileña no se encuentra en su mejor momento, considerando indicadores como: desempleo, costo de vida, desigualdad y capacidad de ahorro.
Finalmente, y no por ello menos importante, es el conflicto político que está enfrentando el gobierno con sus mismos ciudadanos. Una parte responde a la situación económica, pero tampoco hay que descartar el efecto que tienen “supuestos” sucesos de corrupción y la falta de credibilidad en el gobierno y las instituciones. La gente ha dejado de creer que el Mundial traerá consigo un futuro promisorio; todo lo que ve son grandes estadios (elefantes grises) que representan un dinero que pudo ser utilizado en proyectos sociales dirigidos a mejorar el bienestar social. La poca transparencia, comunicación y sensibilidad del gobierno para tratar estos temas es lo que, a mi juicio, ha llevado a esta confusión.
Al final del camino, el Mundial ya está en puerta, los equipos van en camino, la venta de boletos se agota y los turistas hacen maletas. Será cuestión de tiempo para conocer el resultado neto de esta inversión llamada Mundial de Futbol. Dos cosas tengo claras, estimado lector: que la solución a los problemas estructurales de Brasil no se da ni ganando la sexta copa ni siendo sede de un Mundial de Futbol; y dos, que el saldo de las cuentas públicas serán más claras hasta que terminen los Juegos Olímpicos en 2016. Entre tanto, a disfrutar los partidos y hacer las apuestas.
*M.A. Haydeé Moreyra García
Coordinadora Executive MBA-EGADE Business School