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Fátima Torres Novoa
La tecnología prometió acercarnos. Lo logró, pero a un precio que apenas empezamos a comprender: cuanto más conectados estamos, más nos exponemos.
Vivimos en un mundo donde cada movimiento deja un rastro digital, donde los objetos cotidianos observan, escuchan y calculan. Llevamos en el bolsillo un dispositivo que sabe más de nosotros que nuestros amigos, y que comparte esa información con quien mejor pague por ella. En esa transacción invisible, entregamos fragmentos de nuestra libertad.
La pregunta ya no es si perdimos la privacidad, sino qué significa ser libre en un entorno donde todo se registra, se analiza y se vende.
La intimidad como huella de la libertad
Durante siglos, la vida privada fue un refugio: el espacio donde nadie podía entrar sin permiso. El derecho la protegía como un límite al poder del Estado y de los demás. Pero ese refugio se ha vuelto transparente. No fue una invasión violenta, sino una cesión voluntaria. Aceptamos términos y condiciones sin leerlos; permitimos que el reloj mida nuestro sueño, que el GPS nos siga, que la cámara reconozca nuestro rostro. Todo en nombre de la comodidad.
La intimidad es la huella más profunda de la libertad. Sin embargo, la hemos ido diluyendo con cada “permitir acceso”, con cada clic que cede fragmentos de nuestra identidad. El resultado es una nueva forma de exposición: la vigilancia consentida, la sumisión voluntaria al algoritmo. Cuanto más conectados estamos, más difuso se vuelve el límite entre lo público y lo privado.
Del dato al retrato
Cada fragmento de información —una foto, un recorrido, una preferencia— forma parte de un retrato invisible. Ese retrato es valioso: alimenta algoritmos, predice comportamientos, define identidades. Ya no se trata solo de proteger datos, sino de preservar la posibilidad de decidir quiénes somos.
El derecho a la autodeterminación informativa, nacido en Alemania hace cuatro décadas y recogido hoy por la legislación mexicana, reconoce justamente eso: la persona no es un conjunto de bits, sino un sujeto que debe conservar el control sobre su información.
Sin embargo, las normas corren detrás de la tecnología, atrapadas en un modelo legal que no alcanza a comprender la velocidad del cambio. La ley mexicana de datos personales fue pionera en su momento, pero hoy enfrenta un universo distinto: inteligencia artificial, biometría, nube, metadatos. La privacidad, regulada bajo un modelo de consentimiento, pierde eficacia cuando el consentimiento es ilusorio.
La nueva vulnerabilidad
El poder ya no reside solo en el Estado, sino en quienes dominan la información. Cada aplicación gratuita, cada dispositivo conectado, cada sensor doméstico participa en una red que transforma la vida cotidiana en un producto comercial.
El turista que reserva un hotel en línea deja su rastro geográfico; la viajera que comparte fotos alimenta bases de datos; el trabajador remoto que usa una app de productividad es medido en tiempo real. No hay malicia explícita, pero sí un sistema que convierte cada gesto en información transaccionable. La vida privada se convierte en estadística; y la persona, en perfil de consumo.
El reto ético: recuperar el silencio
Frente a este panorama, la privacidad debe repensarse no como una resistencia nostálgica, sino como un acto de dignidad. El Estado tiene que actualizar su marco jurídico; las empresas, construir políticas de datos transparentes y auditables; pero el ciudadano también debe aprender a decir no: revisar permisos, limitar exposición, exigir explicaciones.
La libertad informacional comienza por reconocer que el dato no es neutro: es una extensión de la identidad. La intimidad es el derecho a guardar silencio en un mundo que todo lo mide. Recuperarla no implica desconectarse, sino reconectarse con la conciencia de lo que compartimos.
Como escribió Daniel Solove, “la privacidad no es el derecho a esconderse, sino a ser humano sin ser observado todo el tiempo”. Tal vez ese sea el verdadero desafío del siglo XXI: recordar que entre el dato y la intimidad todavía debe haber un espacio para la libertad.
Defender la privacidad es, en última instancia, defender el derecho a seguir siendo dueños de nosotros mismos.
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