Viñedos San Lucas: un refugio de aromas, arquitectura y vino bajo tierra

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San Miguel de Allende se ha convertido no solo en un destino cultural y artístico, sino también en un territorio fértil para el vino. Su altitud, clima y suelos han dado lugar a una escena vitivinícola vibrante, donde tradición y modernidad se entrelazan. En ese contexto, nuestro recorrido nos llevó hasta Viñedos San Lucas, un enclave que encarna la sofisticación rural y la belleza funcional integrada al paisaje.

El camino hacia San Lucas es una transición entre el bullicio encantador del centro histórico de San Miguel y la serenidad de los campos sembrados. Al llegar, el entorno nos recibió con vides perfectamente alineadas, lavandas en flor, olivos que susurraban al viento y una arquitectura que respiraba equilibrio. Este viñedo forma parte de un conjunto de desarrollos que comparten una visión integral: unir el cultivo de la tierra con el diseño de vida.

Junto a San Francisco, Santa Catalina y La Santísima Trinidad, San Lucas se inscribe en un modelo que combina espacios residenciales con áreas agrícolas dedicadas al vino, al aceite de oliva y a la producción de esencias naturales.

La bodega combina la arquitectura tradicional de ladrillo con elementos modernos y funcionales, con un diseño contemporáneo estilo agroindustrial. Su estética reúne la eficacia estructural de una bodega moderna con un enfoque estético inspirado en el enoturismo y el lujo. El ladrillo expuesto remite a la memoria vitivinícola ancestral, mientras que la disposición simétrica de las barricas y la iluminación cálida, revelan un diseño pensado para resguardar, mostrar y narrar el proceso del vino.

Cada elemento: del concreto al metal, de la penumbra al resplandor puntual, dialoga con el entorno, integrando técnica y paisaje con sobriedad y belleza.

La cava subterránea es el corazón secreto del lugar. Descender por sus escaleras es como entrar en un santuario dedicado al vino.

La atmósfera envolvente prepara los sentidos para lo que está por venir: luz tenue, temperatura perfecta y muros formados por cientos de botellas cuidadosamente dispuestas que no solo resguardan el vino, lo exhiben como una constelación de memorias líquidas. Cada reflejo, cada curva de vidrio, multiplica la luz y transforma el espacio en una cámara de contemplación, donde el tiempo parece decantarse lentamente.

La cata que tuvimos ahí fue un momento de intimidad compartida. Alejandro Solís, el sommelier, nos acompañó con una delicadeza que desarmaba: cada vino era una historia, cada aroma una remembranza que despertaba sin prisa. Nos habló del suelo, del clima, de las manos que cultivan. No era solo degustar: era escuchar, sentir, dejarse tocar por lo invisible.

Pero San Lucas no es solo vino. En sus campos florecen lavandas que cumplen una doble función: alejan a las abejas de las vides y, al mismo tiempo, se convierten en materia prima para un taller de esencias que es puro deleite. Ahí, entre alambiques y frascos de vidrio, aprendimos a extraer el alma de la lavanda y el romero, dos plantas que no solo perfuman el aire, sino que manifiestan un vínculo con el equilibrio de la naturaleza.

Y aunque las lavandas alejan a las abejas de las uvas, estas encuentran refugio en otras zonas del viñedo, donde producen una miel orgánica que es oro líquido. Su sabor floral, es testimonio de un ecosistema que se cuida con inteligencia y sensibilidad.

Viñedos San Lucas es un lugar donde la arquitectura abraza al paisaje, el vino se convierte en relato, y la lavanda, el romero, los olivos y las abejas conviven en una danza silenciosa que nutre cuerpo y alma.

Salimos de ahí con el paladar agradecido, la mente inspirada y el corazón lleno. Porque hay lugares que no se visitan: se viven.