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por Enrique Hernández Alcázar
El video duele porque es demasiado familiar: un hombre con micrófono, investido de poder en un salón de hotel, interrumpe, regaña, llama “tonta” a una mujer y pide seguridad para sacarla. La mujer, Fátima Bosch — Miss México —, responde con lo único que le queda cuando el espacio ya fue tomado: la voz. “Nadie puede callar nuestra voz”, dice. Y otras concursantes se levantan y se van con ella. La escena, transmitida desde Tailandia, se volvió viral en minutos y puso en evidencia lo que muchos defienden como “plataforma de empoderamiento”. ¿Empoderamiento bajo gritos y expulsiones?
Las crónicas de lo ocurrido coinciden en lo esencial: el directivo tailandés Nawat Itsaragrisil confrontó públicamente a Bosch, la interrumpió repetidas veces, la descalificó y llegó a pedir su retiro del recinto. Hubo abucheos; varias participantes se solidarizaron; y, después, llegaron los comunicados, las matizaciones y hasta una disculpa tardía. La marca trató de apagar el incendio, pero el mensaje ya estaba en el aire: cuando el “show” exige disciplina vertical, la dignidad estorba.
Habrá quien responda que los certámenes cambiaron: que hoy admiten mujeres con distintas historias de vida, que han flexibilizado reglas y que la misión ya no es la “belleza” como vitrina sino el liderazgo con causa. Es verdad que el formato se ha movido —propietarios nuevos, discursos nuevos—, pero los vicios persisten: monetización del cuerpo, guiones que dictan cómo y cuándo hablar, jerarquías masculinas operando tras bambalinas, y el viejo impulso de reprimir la disidencia cuando interrumpe la pasarela. Si hay dudas, vuelva al video: ¿qué se premia ahí, quién decide, quién obedece?
Hay además una historia incómoda que nunca terminó de resolverse: durante años el gran mecenas de Miss Universo fue Donald Trump. Su sello —y su mirada sobre las mujeres— fueron parte del ADN del negocio hasta 2015, cuando vendió la organización a WME/IMG tras el rompimiento con televisoras por sus declaraciones contra migrantes mexicanos. La mancha no se borra con rebranding: esas lógicas de control y cosificación —y la impunidad con la que se ejercen— dejan escuela.
El argumento “pro-certamen” apela a la agencia: “ellas eligen estar ahí; compiten, viajan, estudian, consiguen becas, visibilidad, proyectos”. Cierto. Y nadie que crea en la libertad negaría el derecho de una mujer a tomar esa decisión. El problema es estructura, no elección individual. Si la regla del juego permite que un directivo humille a una concursante ante cámaras —y que la sanción sea un comunicado tibio— entonces la plataforma está rota. Y cuando la dignidad depende del humor de un organizador, no hay empoderamiento: hay tolerancia a la violencia simbólica.
El episodio tailandés, de hecho, revela la tensión entre el relato corporativo del “empoderamiento” y las prácticas cotidianas del negocio: métricas de engagement, presiones para contenidos en redes, dinámicas de promoción que no forman parte oficial del concurso, pero pesan tanto como el vestido de noche. En ese borde gris ocurrió el choque: una exigencia “extra” y una negativa que se castigó en público. ¿La pedagogía de la marca? Silencio o puerta.
Entonces, ¿cancelar Miss Universo? Si “cancelar” es borrar del mapa a sus participantes, no. Si “cancelar” es clausurar la maquinaria que reproduce humillaciones con brillo y confeti, sí. Cancelar no como censura, sino como auditoría radical: detener la cadena, desmontar los incentivos, redistribuir el poder de decisión, y reconstruir —desde mujeres y para mujeres— cualquier formato que presuma representarlas. Y si no pueden, que no vuelvan.
Porque lo que se normaliza en un salón de hotel se multiplica en comentarios, ratings y patrocinios. Y ahí también hay responsabilidad de audiencias y medios: dejar de mirar el espectáculo como culpa placentera y empezar a preguntar por contratos, protocolos, protocolos de no violencia, canales de denuncia y consecuencias reales para los agresores. No alcanza con hashtags; hace falta que tiemble la caja registradora.
Cancelar Miss Universo, en este sentido, es cancelar la obediencia automática a un formato que fue diseñado para otros tiempos y otros dueños. Es decirle a la industria: sin garantías de respeto y voz, no hay show. Cancelar es exigir un “sí” con condiciones: jurados y directivas mayoritariamente mujeres, protocolos vinculantes con sanciones económicas, transparencia en criterios, y poder real para que cualquier participante pueda plantarse sin ser silenciada. Si no lo cumplen, “se suspende la función”. Así de simple.
A mí no me toca dictar sentencia definitiva: les toca a ustedes, lectoras. ¿Quieren escenarios de brillo con reglas de respeto o prefieren enterrar de una vez el molde que cosifica con discurso de empoderamiento? Yo hoy elijo esta provocación: cancelar Miss Universo tal como existe —con su cultura de humillación y sus jerarquías viejas— y abrir paso a lo que venga si lo dirigen, diseñan y deciden ustedes. Si el micrófono cambia de manos, la voz también. Y cuando la voz es de ustedes, ya no hay salón, ni directivo, ni marca que las mande callar.
¿Ustedes qué dicen? Las leo en enriqueenvivo@gmail y en mis redes.
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