Por qué unos impuestos movilizan y otros no

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La reacción pública ante los nuevos impuestos revela más sobre el tejido emocional y simbólico del país que sobre su economía. No todos los gravámenes despiertan resistencia ni todos los sectores logran convertir el descontento en causa. Mientras el aumento del IEPS a bebidas azucaradas transcurre sin defensa social visible, el posible impuesto del 2 % a repartidores de plataformas digitales —por discutirse en la Suprema Corte— generó ruido, confusión y cierta empatía. La diferencia no radica en el monto, sino en la identidad de quienes se sienten afectados, en la forma en que se cuentan las consecuencias y en qué tan fácil resulta apropiarse del agravio.

Cuando el golpe tiene rostro

La Corte no aplazó la discusión del 2 % solo por razones jurídicas: lo hizo porque el tema adquirió un rostro humano antes de un sentido fiscal. En la Ciudad de México, donde la presencia de repartidores es visible y constante, el anuncio se percibió como un golpe directo al ingreso de trabajadores. En cambio, el IEPS se reparte entre millones de consumidores anónimos a los que no se les ve rostro, ni se conocen sus historias, ni detonan emoción. Cuando el afectado es identificable —y su trabajo se asocia a esfuerzo o precariedad—, la empatía se activa antes que la racionalidad. Los impuestos que se perciben como castigo al esfuerzo o al trabajo tienen mayor potencial de indignación pública que aquellos ligados a hábitos cuestionados o placeres culposos.

Comunidades que conectan, industrias que callan

La fuerza de una reacción colectiva depende de su densidad comunicativa. Los trabajadores de plataformas están hiperconectados: grupos de WhatsApp, foros y redes donde circulan mensajes simples, emocionales y virales. La información puede distorsionarse, pero genera cohesión y reacción inmediata. Las industrias tradicionales —como la de bebidas o tabaco— carecen de esa red emocional.  En contraste, la industria de bebidas y alimentos no genera pertenencia emocional. Su defensa está manchada por años de estigmatización: hablar a favor del refresco o del azúcar se asocia a intereses corporativos, no a derechos ciudadanos. Mientras los conductores y repartidores articulan quejas desde chats y foros digitales, el consumidor del refresco se disuelve en la indiferencia. No hay comunidad ni legitimidad posible: sin red ni relato, no hay resistencia.

El poder de lo simple

La simplicidad es la materia prima de la movilización: “nos quitan parte del pedido”, “castigan al que trabaja”. Por el contrario, la tecnificación del lenguaje (“impuesto correctivo”, “medida sanitaria”, “ajuste recaudatorio”) neutraliza el conflicto, pero también la conexión. Los impuestos a productos estigmatizados se justifican con estudios; los que afectan al trabajo se entienden con un tuit. En esa asimetría reside el nuevo mapa del descontento: quien logra simplificar gana el relato, los  tecnicismos solo activan a especialistas. En la era de la saturación informativa, la claridad se traduce en moralidad: lo que se entiende se juzga, lo que confunde se acepta.}

Por eso, la narrativa define el destino político de cada impuesto. Cuando un cobro puede explicarse rápidamente en una frase que apela a la injusticia, nace la protesta. Cuando requiere una explicación elaborada para motivar, se apaga antes de empezar.

Con la Cuarta Transformación los impuestos se presentan como narrativas morales más que como instrumentos económicos. Algunos provocan resignación; otros, empatía y conflicto. Lo que define su destino es la historia que logran contar. En la era de las plataformas, la economía de la indignación depende de la comunicación: quién puede humanizar el golpe, quién tiene redes que lo amplifiquen y quién consigue traducir un porcentaje en un agravio. Comprender esa lógica es el primer paso para anticipar —y modular— las próximas batallas fiscales en la conversación pública.