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Enrique Hernández Alcázar
Casi un millón de visitantes. ¿Es mucho? ¿Es poco? Es lo que es. En una semana casi un millón de personas decidieron tomarse un tiempo para visitar la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Decidieron recorrer sus pasillos, asistir a presentaciones de libros, tomarse la selfie con sus autoras y autores favoritos, hacer kilométricas filas para que les autografiaran sus libros o, simplemente, acompañaron a alguien a hacerlo.
Visito sin falta la FIL, cada fin de noviembre y principio de diciembre, desde hace 15 años. O más, porque la memoria me falla. Aquí he podido entrevistar a personajes relevantes, a escritoras y escritores de todo tipo. Ser testigo, micrófono en mano, de una charla informal entre Sergio Pitol, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco en 2009. Escuchar con la boca abierta y la sonrisa expuesta las anécdotas de Elena Poniatowska. Descubrir el hartazgo de que le hagan las mismas preguntas a Salman Rushdie. Maravillarme con la sencillez y la emoción de Rosa Montero. Debatir y discutir siempre terminando en un abrazo con Paco Ignacio Taibo II.
La FIL es uno de mis momentos favoritos del año. Es la oportunidad de volver a encontrar a buenos y grandes amigos. Es como el Gatorade que me da energía para cerrar diciembre y enfrentar las navidades, los brindis y las desveladas que nos faltan. Es encontrar y abrazar a Nicolás Alvarado, a Adina Chelminsky, a Juan Villoro, a Paulina Chavira, a Alberto Ruy Sánchez, a Mayra González, a Trino, a Miriam Vidriales, a Alejandro Rosas, a Norma Bautista. A la gran Marisol Schulz. Y a tantos y tantas personalidades que admiro y con las que tengo el privilegio de charlar en esos escenarios atiborrados de lectoras y lectores. De jóvenes, niñas, niños y adultos de todas edades.
Entre los que ahí nos encontramos anualmente, casi como en una convención de cómics, solemos susurrarnos que estamos en nuestro parque de diversiones de las letras. Y sí. Hay montañas rusas de emociones, toboganes de ideas, islas de aventuras, barcos piratas, naves espaciales (aunque parezcan globos de Helio -¿verdad, Andrés Bustamante?) y todo tipo de atracciones no apta para insensibles.
Lo mismo se habla de comida y educación sentimental, gracias a la cuchara de la memoria de Benito Taibo, que de oráculos de bolsillo, gracias a la inquietud de Ingrid Coronado. En la FIL caben todos, cabemos todos. Todas, todos y todes. Incluso la protesta, incluso la cancelación. La Feria de Guadalajara es tan poderosa que hasta los más críticos de la industria editorial tienen su espacio, su lugar y hasta su gran e impresionante ‘stand’.
Acá se habla de diversidad, de lenguaje igualitario, de nuevas masculinidades. De la lucha feminista que no solo es una sino que son muchas y muy diversas. De empoderamiento en todos los sentidos. De periodismo y de narrativas tan desgarradoras como necesarias para evitar la repetición de las tragedias nuestras de cada sexenio.
Se habla, se debate, se comparte, se baila, se come y se bebe con singular alegría. Con espíritu de ‘influencer’. Pero más allá de las métricas y los algoritmos, con la esperanza de que el intercambio de ideas y de aceptación de la otredad generen esa influencia en el consiente colectivo, en la discusión cotidiana y en las pequeñas acciones que pueden hacer que nos llevemos mejor en nuestro día a día.
Aunque para algunos la FIL solo se traduzca en un desfile de egos de algunos cerebros privilegiados, para otros, esas mentes importan. Porque lo que dicen, piensan y escriben impacta a miles. Porque se vuelven parte de las mesas, las charlas y las discusiones de otras y otros. Porque sus libros llegan a lugares que jamás imaginaron. Porque don Ramón García Muñiz, un hombre de setenta años dedicado a la industria circense estuvo parado frente a mi cabina de transmisiones durante dos horas para poder saludarme y para agradecerme que cada año vengamos a cubrir la FIL.
Lo que pasa en la FIL no se queda en la FIL. Trasciende. Por lo menos en casi un millón de personas que decidieron visitar la Expo Guadalajara la semana pasada.
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