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Una de las primeras imágenes que recuerdo haber visto y que definieron mi vocación como fotógrafa fue Rue Mouffetard de Henri Cartier Bresson (1908-2004) uno de los grandes maestros de la historia fotográfica.
Por Natalia Von Retteg
La fotografía a la que hago alusión es una reproducción en blanco y negro que muestra la imagen de un niño sosteniendo dos botellas de vino casi tan grandes como él. Michel Gabriel es aquel niño y su esencia fue capturada en el instante en que levanta orgulloso la cara y dos niñas en profundidad lo miran con asombro ante la proeza de llevar las botellas, lo que seguramente fue una encomienda paternal de lo más normal en aquella época.
Cartier-Bresson entendía que la fotografía era una forma de arte que trascendía lo visual, capturando la esencia de un instante. Su enfoque revolucionario influyó significativamente en la fotografía documental y estableció un estándar para la captura de la vida tal como es, en su máxima expresión de autenticidad.
Mientras contemplo la imagen, siento que la fotografía comparte una conexión profunda con la experiencia de disfrutar un buen vino. Ambas son un homenaje al presente, a la esencia de un instante que se despliega y se revela a medida que uno se sumerge en él. Al igual que la fotografía, el vino también muestra sus tesoros a medida que uno lo explora con todos los sentidos.
Al degustar un vino, cada sorbo es un momento único en el tiempo. La primera impresión, como en una fotografía, puede ser instantánea y visceral. Un aroma particular, un sabor específico o una sensación en el paladar pueden evocar emociones, recuerdos y conexiones personales.
La fotografía es la captura de un instante en el tiempo, es la presentación de una existencia que ha sido y ya no es más, pero que se sigue contemplando como encapsulada en el marco de una fotografía, así como el vino que contenido en una botella de vidrio funciona como receptáculo del tiempo. Cada botella de vino almacena una parte de la historia del viñedo, del enólogo y de la región de la que proviene. Al destapar una botella, estamos abriendo una ventana al pasado y al trabajo meticuloso que la ha convertido en una obra de arte líquida que revela todos sus matices igual que una fotografía.
Una imagen captura un momento en el tiempo, la esencia de un lugar, una emoción o un evento en un solo cuadro. La fotografía es la guardiana de la memoria visual, preservando momentos y experiencias que, de lo contrario, podrían perderse en la marea del tiempo.
El vino y la fotografía son testigos silenciosos con la capacidad de evocar el pasado y contar una historia que se despliega con cada degustación o con cada mirada. Cada sorbo de vino nos lleva de vuelta a la vendimia, a la tierra y a la pasión del enólogo que lo creó. Del mismo modo, cada fotografía nos transporta a ese momento particular en el tiempo recordándonos las emociones y los detalles que lo hicieron significativo.
El vino y la fotografía hacen homenaje al tiempo y su apreciación es un tributo a la paciencia, la dedicación y la pasión que los seres humanos han invertido para capturar la esencia de la vida y la naturaleza. Como guardianes del tiempo, nos invitan a sumergirnos en el pasado, a celebrar el presente y a reflexionar sobre el futuro, recordándonos que, en cada copa de vino o en cada fotografía, hay un fragmento de vida que merece ser apreciado y compartido.
*Fotógrafa y winelover
FB/IG: @BenVolere
X: @b_vinos