Una botella olvidada en la cava puede ser más que vino: es memoria suspendida, una escena que nunca ocurrió

FOTÓGRAFA Y WINELOVER

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El vino que no abrimos

Memorias suspendidas en el tiempo

Hay vinos que se abren para celebrar, otros para olvidar. Pero hay una categoría más reveladora: los vinos que no abrimos, los que se quedan en la alacena, en la cava, esperando un momento que nunca llega. Esos vinos son silencios embotellados, no hablan de cepas ni de cosechas, sino de aquello que evitamos y no sabemos nombrar.

Una botella sin abrir puede tornarse en un objeto incómodo, un regalo que no sabemos cómo recibir del todo, una promesa demorada o aquella botella que compramos para una escena imaginada: una cena, un reencuentro, una celebración que nunca ocurrió. También está la que reservamos para “cuando pase todo esto”, sin saber con certeza qué significa “esto”, ni si ese umbral llegará. En su quietud, el vino deja de ser sustancia y se vuelve signo, no de lo que encierra, sino de lo que dejamos en suspenso, una espera que se decanta calladamente.

Lo comprobé justo hoy. Abrí una botella que había guardado durante mucho tiempo, esperando ese momento que nunca terminaba de llegar. El vino ya no estaba bien, se había pasado, no era de guarda, y en el fondo lo sabía, pero lo aplacé igual, no por descuido, sino por una forma sutil de miedo, tal vez el temor de que no fuera suficiente, de que el instante no alcanzara y que el brindis quedara sin destinatario. Al final, lo que se perdió no fue solo el vino, sino también la oportunidad de haberlo compartido cuando aún tenía algo que decir.

FOTÓGRAFA Y WINELOVER

Abrir un vino postergado es también abrir una parte de nosotros que quedó en pausa, esperando ser vivida.

Y aquí conviene hacer una pausa, no todos los vinos están hechos para esperar. Solo algunos, los llamados vinos de guarda, que poseen la estructura necesaria para dialogar con el tiempo: acidez firme, taninos marcados, buena concentración de fruta y crianza en barrica, que les aporta capas de complejidad y evolución. En los tintos, esto es más frecuente, cepas como Cabernet Sauvignon, Nebbiolo, Syrah o Tempranillo, suelen tener vocación de permanencia. Pero también existen blancos capaces de envejecer con dignidad e incluso con belleza, como el Riesling, Chenin Blanc, Chardonnay fermentado en barrica, o ciertos blancos gallegos y borgoñones, cuando se elaboran con intención y estructura.

Sin embargo, la mayoría de los vinos, especialmente blancos jóvenes, rosados y tintos ligeros, están diseñados para ser bebidos en su frescura, cuando la fruta aún vibra y la tensión está intacta. Guardarlos no los mejora, los apaga, como ciertas emociones que, si no se viven a tiempo, pierden su filo, su urgencia, su verdad.

Y no basta con la vocación del vino, también importa el entorno, la temperatura constante, la oscuridad, la humedad adecuada y la posición de la botella, porque el vino es materia viva, y como todo lo vivo, necesita condiciones para no marchitarse. Un vino mal conservado no envejece, se sofoca, se pierde como un eco que rebota en una habitación vacía, sin respuesta y sin historia que lo contenga.

Por eso, esa frase que suele usarse como elogio: “eres como el vino, mejor con los años”, no siempre resiste el análisis, ni enológica ni existencialmente. Hay vinos que, con el paso del tiempo, se expanden ganando profundidad y textura. Otros, en cambio, se diluyen, se endurecen y se descomponen en su propio encierro. Lo mismo ocurre con las personas, algunas se afinan en el tránsito vital, otras se vuelven más densas, rígidas y opacas. No se trata de acumular años, sino de cómo cada vivencia nos transforma.

El vino, como el tiempo, no espera, evoluciona y a veces se extravía. En su encierro, puede desviarse de sí, y nosotros también. Tal vez por eso, abrir una botella postergada es un acto de valentía, no solo por lo que contiene, sino por lo que implica: reconocer que el momento es ahora, aunque no sea perfecto, aunque no estemos del todo preparados. Aunque duela un poco.

Así que este diciembre, entre tanto brindis obligatorio, tal vez valga la pena mirar esa botella, que lleva meses o años esperando, y preguntarnos qué historia guarda y qué parte de mí se quedó en pausa con ella.

Y, si decidimos abrirla, que sea con conciencia, mirando de frente lo que quedó suspendido y que la espera no sea olvido, sino testimonio, porque hay vinos que se abren para honrar lo que no supimos vivir a tiempo.