
Tiempo de lectura aprox: 2 minutos
por Enrique Hernández Alcázar
La política empezó a girar antes que el balón. Con el sorteo consumado, las sedes definidas y la FIFA afinando su maquinaria global, el verdadero espectáculo no serán Messi ni Mbappé, sino la negociación de poder entre México, Estados Unidos y Canadá en la antesala de un T-MEC que el señor del copete naranja amenaza con dejar morir por inanición.
La cancha diplomática vibra más que cualquier estadio nuevo.
Apenas el viernes, la fotografía más importante para la prensa azteca fue la que reunió, por primera vez en persona, a Claudia Sheinbaum, Donald Trump y Mark Carney sentados una hora a puerta cerrada. Los temas de comercio, migración y seguridad estuvieron puestos en el centro de la cancha. La presidenta mexicana, pragmática, soltó la frase mañanera que podría marcar el ritmo del juego negociador: “El Mundial es un buen ambiente para revisar el Tratado”.
Por primera vez en mucho tiempo, el futbol dejó de ser distracción para convertirse en lubricante geopolítico.
Sheinbaum insistió en algo que parece obvio, pero no todos practican: mejor acuerdos que confrontaciones. Sobre todo cuando 40 millones de mexicanos viven del otro lado del muro invisible que nos divide geográficamente. La mandataria quiere que el balón sea puente, no barricada. Que el Azteca no solo inaugure partidos, sino negociaciones. Que la euforia futbolera reduzca el ruido en Washington y Ottawa.
Pero Trump -un viejo zorro electoral- juega otro partido. Con la amenaza explícita de dejar expirar el T-MEC, sube el precio de cada conversación. Exige deportaciones más rápidas, fronteras más duras, comercio menos “desventajoso”. Hace del migrante fichaje de guerra y del arancel la tarjeta amarilla que se puede volver roja permanentemente. Norteamérica llegó a su Copa del Mundo con el VAR encendido y en riesgo latente de que todo termine de un plumazo.
Carney, debutante en Canadá y menos fotogénico que Trudeau, aunque más calculador, sabe que Ottawa puede ser árbitro en un partido diseñado para dos. Busca más energía limpia, más integración tecnológica, menos drama fronterizo y un papel que lo saque del eterno papel secundario. Si Estados Unidos presiona y México negocia, Canadá puede meter su golecito cuando nadie vea su jugada.
El Mundial 2026 debería unir. Pero lo que vemos es otra postal: estadios listos, fanfests brillantes, boletos que valen un salario mensual y -en paralelo- caravanas migrantes, litigios comerciales, cárteles diversificando su negocio ilegal y tres gobiernos intentando sonreír para la foto mientras esconden el puñal del desacuerdo bajo el saco.
Tal vez por eso Sheinbaum debería repensar el no asistir a la inauguración de la Copa del Mundo. Sería la primera presidenta en hacerlo. Porque en el terreno de juego norteamericano pesa más la economía que cualquier abucheo o grito de gol. Afuera del estadio la realidad continúa: violencia, tráfico de armas desde el norte, fentanilo de regreso, y un T-MEC que huele a tiempo extra sin garantías de ganar en penales.
Trump quiere que el balón ruede con la red estadounidense como destino obligatorio; Carney quiere que Canadá deje de ser lateral para volverse mediocampista; y, México quiere jugar sin fracturas internas y con la tribuna llena.
La FIFA promete fiesta.
La región promete tensión.
Porque lo que se juega no es la Copa del Mundo: es el futuro de un tratado comercial que sostiene nuestras fronteras, empleos y narrativas. Norteamérica quiere goles. Pero primero tendrá que aprender a jugar en equipo.
Nota: Los espacios de opinión son responsabilidad del articulista
También te puede interesar: Colunma | Al Aire: Miss Huachicol









