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Por Mtro. Eduardo Daniel Quiroz Quintero
El entorno empresarial mexicano ya no opera bajo la presunción de buena fe. Desde la última oleada de reformas en materia de prevención de operaciones con recursos de procedencia ilícita, el clima de negocios exige más cautela que optimismo. Para quienes generamos empleo y movimiento económico, la realidad se ha vuelto ineludiblemente más compleja, más expuesta y permanentemente sujeta a la interpretación de la autoridad. Hoy, el riesgo no solo proviene del incumplimiento, sino de la mirada que se posa sobre cada operación legítima. Este es el verdadero dilema: el sistema ha difuminado la línea entre la vigilancia necesaria y la desconfianza institucional .
Las facultades de supervisión se han ampliado y las solicitudes de información se han vuelto constantes. Movimientos tan habituales como una compraventa, una aportación de capital o una transferencia entre empresas del mismo grupo pueden ser analizados con la misma rigurosidad que una operación ilícita. No se trata de cuestionar la labor de la autoridad, sino de reconocer que el marco legal ha cambiado la forma de hacer negocios en el país , migrando el enfoque de la prevención de riesgos hacia la presunción de conductas indebidas.
Hoy, el empresario vive con la necesidad de justificar cada paso . Los informes, los oficios, los requerimientos, las validaciones y las aclaraciones se han vuelto parte del paisaje diario. La operación productiva avanza, sí, pero con una sombra que la acompaña: la obligación constante de demostrar la licitud de lo que se hace. Lo que antes era excepcional se ha vuelto cotidiano, y en ese proceso, muchas empresas medianas y familiares —que sostienen buena parte de la economía nacional— dedican más tiempo y recursos a probar que son confiables que a crecer.
Este clima de hipervigilancia se traduce en costos operativos directos y cuantificables . Ya no basta con contratar un contador; las empresas deben invertir en infraestructura tecnológica especializada para el monitoreo automatizado de transacciones, personal dedicado exclusivamente al cumplimiento (cumplimiento normativo) y capacitación continua sobre los umbrales de aviso, incluyendo la identificación obligatoria del Beneficiario Controlador. Este conjunto de requisitos representa una inversión significativa y no productiva que, para muchas PyMEs y empresas familiares, reduce directamente el margen de inversión en innovación, retrasando la expansión o, en el peor de los casos, llevando a sanciones severas (como multas que pueden alcanzar millones de pesos) por errores en la presentación de avisos, incluso si la operación original fue lícita.
A este panorama se suma un riesgo normativo de alta volatilidad: la falta de criterios unificados y la arbitrariedad en la interpretación de la ley. Un mismo hecho económico, legítimamente estructurado, puede ser considerado un movimiento estándar por una institución financiera, pero una operación de alto riesgo por la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) o un posible ilícito por el Ministerio Público. Esta dispersión de criterios y la ausencia de resoluciones vinculantes y claras generan una zona gris que obliga al empresario a un ejercicio constante de adivinación legal. La consecuencia directa es la retracción de inversiones en sectores dinámicos, el encarecimiento de la consultoría legal y de cumplimiento , y el castigo desproporcionado a empresas medianas que, por su naturaleza, carecen de los vastos equipos jurídicos y tecnológicos que sí poseen los grandes corporativos internacionales.
El impacto, entonces, no es solo económico, es también psicológico y operativo. Cada decisión pasa por un filtro de cautela: las inversiones se retrasan, las alianzas se piensan dos veces y las oportunidades se enfrían en el camino de la comprobación. Mientras más controles implementa una empresa, más visible se vuelve, y esa visibilidad, lejos de protegerla, puede colocarla bajo una lupa que a veces exagera, confunde o interpreta sin contexto. El riesgo ya no está en lo indebido, sino en lo mal entendido.
Y sin embargo, nadie discute la necesidad del control ni la importancia del cumplimiento; lo que se discute es el equilibrio. El país necesita regulación, pero también necesita confianza. El empresario requiere certeza, reglas claras y una interpretación razonable de su actividad. No se puede fomentar la productividad si cada paso conlleva el temor de ser cuestionado; Cumplir debería ser suficiente, pero la realidad demuestra que, en muchos casos, no lo es.
Ante esta realidad, la respuesta no puede ser solo la resignación ni la paralización. El sector privado tiene la obligación de estructurar un frente común para profesionalizar sus procesos de cumplimiento a un nivel que exceda la simple observancia, integrando herramientas de gobernanza y evaluación de riesgos preventivos. Pero, de manera crucial, debe activarse un diálogo constructivo y técnico con las autoridades. Las cúpulas empresariales, los organismos de especialistas y los gremios deben aportar datos concretos y casos de estudio que demuestren el costo-beneficio negativo de la hipervigilancia indiscriminada, impulsando reformas que no diluyan la vigilancia, sino que redefinan la proporcionalidad del riesgo , garantizando que la ley sirva como herramienta de justicia y no como pretexto para la inmovilización.
México avanza hacia un modelo donde la transparencia se confunde con la sospecha , y ese es el verdadero riesgo de esta etapa. No el incumplimiento, sino la desconfianza institucional hacia quien produce, invierte y genera valor. Si la autoridad no logra distinguir entre vigilancia y hostigamiento, entre supervisión y desconfianza, el desarrollo se estanca, y con él la innovación, el empleo y la confianza en el propio sistema.
El empresario mexicano no pide privilegios, sino proporcionalidad. Pide que la ley sirva para proteger, no para paralizar; porque el riesgo que hoy enfrenta no es el de infringir una norma, sino el de que su esfuerzo sea interpretado como un posible error. En un país donde la sospecha se ha vuelto rutinaria, mantener la claridad y la confianza es, paradójicamente, el acto más difícil de todos.
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