
Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 2 segundos
por Enrique Hernández Alcázar
En México se libra una nueva batalla por el maíz. No es en los campos de Sinaloa ni en los mercados de Sonora. Es en las carreteras bloqueadas, en las cartas de protesta, en las conferencias mañaneras y en las cifras de importación que exhiben una paradoja: mientras el gobierno grita “sin maíz no hay país”, el país sobrevive cada vez más con maíz extranjero.
En 2024, la producción nacional de maíz cayó a su nivel más bajo en una década. La sequía, la falta de infraestructura hídrica y los recortes a los apoyos agrícolas asfixiaron los cultivos. El dato es brutal: solo se produjeron 23.3 millones de toneladas, y el maíz blanco —el que se convierte en tortilla, tamal y atole— cayó hasta 9%, con desplomes de 31% en Sinaloa, el granero del país.
Ante ese desastre, México importó más maíz que nunca: 22 millones de toneladas. Casi la mitad del consumo nacional —47.5% del abasto— ya proviene del extranjero, principalmente de Estados Unidos, y en su mayoría se trata de maíz amarillo, usado para alimentar pollos, vacas y cerdos. En otras palabras, el taco mexicano depende cada vez más del maíz gringo que come el ganado.
Los campesinos lo saben y lo gritan en las carreteras de Guanajuato, Jalisco y Michoacán, donde mantienen bloqueos exigiendo un precio justo y mayores subsidios. Piden que el gobierno federal incremente el pago por tonelada, que hoy no cubre ni los costos de producción. Pero en Palacio Nacional, las respuestas son ambiguas: discursos de soberanía alimentaria sin presupuesto, y promesas de “comprarles primero a los nuestros” mientras los barcos con maíz estadounidense siguen llegando a los puertos.
La FAO lleva años advirtiendo del riesgo: México, cuna del maíz, se ha vuelto dependiente del maíz foráneo. Y no por una cuestión climática o temporal, sino estructural. Los pequeños productores están atrapados entre el precio del dólar, el costo del fertilizante y la falta de crédito. Las grandes agroindustrias —esas sí subsidiadas— importan maíz barato para mantener la cadena pecuaria y alimentaria sin sobresaltos. El resultado es un país que presume defender su identidad agrícola mientras renuncia a su autosuficiencia.
“Sin maíz no hay país” fue una consigna legítima, nacida del orgullo campesino y del derecho a comer lo que se siembra aquí. Hoy, sin embargo, suena más a nostalgia que a política pública. Porque sin agua, sin inversión y sin un modelo agrícola que compita con el estadounidense, sí hay país… pero con maíz importado. Y eso tiene consecuencias profundas: precios más volátiles, dependencia alimentaria y una pérdida simbólica que duele más que el número en las estadísticas.
La tortilla sigue siendo el corazón de la dieta mexicana, pero cada vez tiene menos sabor a tierra nacional. Entre la sequía y la desidia, entre la ideología y el libre mercado, el maíz se ha convertido en un termómetro del país real: ese que no cabe en los discursos, pero sí en las ollas vacías de los productores.
La paradoja está servida: el gobierno que más presume soberanía alimentaria es el que más maíz importa. Y los campesinos, los de verdad, siguen esperando que el grano dorado vuelva a valer lo que representa: trabajo, cultura y vida.
Hasta entonces, este país seguirá comiendo maíz con gorgojo: caro, importado y lleno de promesas echadas a perder.
Nota: Los espacios de opinión son responsabilidad del articulista
También te puede interesar: COLUMNA | Al Aire: Cinismo en 4T (Cuatro Tipos)








