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Desde hace unos años, términos como “creador de contenido”, “influencer” y “economía de creadores” se han hecho presentes en nuestro día a día. Personas de todas las edades que comparten sus conocimientos, sus opiniones o su vida personal con millones de espectadores anónimos que celebran sus triunfos, lloran sus desgracias y pasan horas consumiendo lo que ellos deciden mostrar ese día.
La popularidad de estos creadores ha tenido, desde hace más de una década, cautivados a niños y jóvenes que buscan contenidos a la medida y formar parte de una comunidad virtual. Esto ha moldeado, naturalmente, la percepción de las generaciones más jóvenes sobre su futuro y sus expectativas de vida.
Un estudio de la empresa de servicios financieros Remitly mostró en mayo que en México y buena parte de Latinoamérica, las profesiones más deseadas entre los jóvenes son las de youtuber e influencer —creadores de contenido, vamos—. Esta es la confirmación de una tendencia que se empezó a medir hace algunos años y que refleja las aspiraciones de quienes, hoy por hoy, no ven en los estudios una opción viable de movilidad social.
Sin embargo, ¿realmente apostar por la creación de contenidos es sostenible?
Algunos analistas de medios de comunicación han creído en este modelo a pie juntillas durante años y constantemente aseguran que El Futuro —con mayúsculas, iluminado y con música portentosa de fondo— está en los creadores. Otros, que hemos vivido en carne propia el ritmo de la industria, somos un poco más cautelosos.
Hoy, muchos periodistas y comunicadores se están uniendo a la ola de aspirantes a creadores de contenido. Sus causas, como la renovación profesional y el deseo de impactar a nuevas audiencias con formatos amistosos, me parecen muy loables; sin embargo, no deja de ser una decisión profesional arriesgada: muchas horas de trabajo sin paga, tener que picar piedra para construir audiencias y la incertidumbre de si algún día el esfuerzo dará los frutos deseados.
Así como los niños y jóvenes que sueñan con ser creadores de contenido, los profesionales que buscan abrirse paso en una industria donde 99 de cada 100 aspirantes fracasa, deberían tener un plan B. Porque entre todo el glamour, los videos con colores brillantes y la idea de una vida perfecta, hay una presión desbordante y exigencias de audiencias que no tienen fin.
Hoy, 52% de los creadores de contenido tienen agotamiento crónico (burnout), según un estudio de la agencia Billion Dollar Boy, que entrevistó a mil influencers de Estados Unidos y Reino Unido. En América Latina no hay una cifra aún, pero muchos han hablado del tema en videos, entrevistas y podcasts.
Y podemos fingir sorpresa, pero la verdad es que a nivel laboral era obvio que esto pasaría. Los creadores están en un limbo laboral. No tienen jefes, pero ganan dinero de las plataformas y de acuerdos con marcas; pueden “subir videos cuando quieran”, pero si no lo hacen con frecuencia el algoritmo los sanciona; tienen comunidades que los apoyan, pero que les exigen tanto que muchos pasan 18 horas trabajando.
Hasta ahora, muchas alternativas de solución se enfocan en lo personal. El estudio de Billion Dollar Boy señala que muchos creadores quieren priorizar el balance vida-trabajo y el tiempo de descanso. Pero… ¿cómo, si el algoritmo les está respirando en la nuca?
De cara a los próximos años, una solución sostenible podría encontrarse en la regulación. La incorporación reciente de repartidores de Uber, Didi y Rappi al empleo formal podría ser un parteaguas para abrir esta discusión. Porque cuando el ingreso y el alcance de un creador están directamente relacionadas con una plataforma, se deberían explorar alternativas para reconocer su trabajo.
Gobierno, plataformas y creadores deberán sentarse a la mesa y generar una estructura sostenible en un futuro no muy lejano. No hacerlo será muy caro, no solo para quienes hoy viven de sus contenidos, sino para las nuevas generaciones que apuesten por forjarse un nombre en una industria que no reconoce su trabajo.