Compliance: entre la apariencia y el autoengaño

Compliance: entre la apariencia y el autoengaño

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Por Eduardo Daniel Quiroz Quintero


Hace algunos meses escribí sobre cómo el compliance puede convertirse en una herramienta estratégica para startups que buscan crecer de forma ética; proteger su reputación; y atraer inversión en entornos regulatorios complejos. Sostuve que establecer políticas de cumplimiento desde el nacimiento de una empresa puede marcar la diferencia entre un crecimiento sólido y uno frágil. Sin embargo, ese enfoque, centrado en empresas emergentes, no agota el tema.

A medida que una organización madura, el reto ya no es tener políticas en pie, sino lograr que funcionen; que vivan dentro de la cultura diaria; que influyan en decisiones reales. Cuando el compliance se reduce a un protocolo sin convicción, la empresa no se blinda: se expone. Y muchas veces, más de lo que cree.

El compliance consiste en cumplir leyes, regulaciones y estándares aplicables a la operación de una empresa. Pero existe una diferencia fundamental entre el cumplimiento formal —enfocado en documentos, reportes y procedimientos— y el cumplimiento sustantivo, que implica compromiso ético, coherencia operativa y liderazgo con integridad. No basta con formalizar políticas internas; lo esencial es que estas tengan poder real y presencia cotidiana en la toma de decisiones.

Una metáfora útil es la de un puente con diseño impecable, pero construido con materiales defectuosos. Desde lejos, parece firme; sin embargo, basta con una prueba de esfuerzo para que su fragilidad estructural quede expuesta. Lo mismo ocurre con un sistema de compliance que existe solo en el papel: puede parecer robusto, pero bajo presión cultural o comercial, colapsa.

Ejemplos hay de sobra. Volkswagen instaló software para manipular pruebas de emisiones mientras su estructura formal de cumplimiento era considerada un modelo a seguir. Wells Fargo permitió la apertura masiva de cuentas falsas para alcanzar metas agresivas de ventas; todo esto sucedió mientras sus controles internos —que en teoría debían prevenirlo— no funcionaron. Odebrecht operó durante años un sistema paralelo de corrupción institucionalizada, mientras mantenía formalmente sus procesos de cumplimiento y certificaciones al día.

Estos casos comparten un patrón común: estructuras de cumplimiento diseñadas para satisfacer a reguladores y medios, pero que carecían de poder, respaldo cultural o convicción ética. Las políticas estaban; pero la cultura operativa las ignoraba o las neutralizaba. Y cuando eso ocurre, el desastre es solo cuestión de tiempo.

¿Por qué falla el compliance? Las causas son múltiples. A veces se implementa solo para aparentar compromiso ético, sin intención real de aplicarlo. En otros casos, las áreas de cumplimiento carecen de autonomía, presupuesto o acceso estratégico. Y con frecuencia, la propia cultura corporativa normaliza desvíos; justifica atajos; y prioriza resultados, sin importar los medios.

Esto no es exclusivo de las multinacionales. En América Latina —y particularmente en México— muchas empresas replican estos errores. Adoptan marcos normativos internacionales sin revisar ni transformar su cultura interna, lo que convierte al compliance en un cascarón costoso pero ineficaz.

Un sistema de cumplimiento no puede ser efectivo si no está respaldado por una cultura fuerte y un liderazgo comprometido. El Oficial de Cumplimiento (OC) debe tener acceso directo a la alta dirección; capacidad para intervenir; y recursos para ejecutar. Pero en la práctica, muchos quedan relegados a funciones reactivas, sin poder de decisión ni presupuesto operativo. Cuando eso ocurre, el cumplimiento se vuelve decorativo: un formalismo sin sustancia. El OC se convierte en testigo mudo de una ética que solo vive en los manuales.

Las mejores prácticas ya están definidas. La norma ISO 37301 ofrece una guía concreta para diseñar sistemas funcionales. El Departamento de Justicia de Estados Unidos establece que el compliance debe evaluarse por su impacto, no por su existencia. La OCDE insiste en que debe integrarse en la cultura empresarial, no actuar como un adorno.

La conclusión es clara: el cumplimiento no debe limitarse a existir; debe funcionar. Las organizaciones verdaderamente blindadas no lo están por sus documentos, sino por la cultura que orienta sus decisiones. Cuando el cumplimiento es real, se convierte en parte del ADN empresarial; cuando no lo es, el riesgo es permanente.

Hoy más que nunca, el llamado es urgente: transformar el compliance en un motor de integridad que se exprese en la práctica diaria; que impulse decisiones sostenibles; que se refleje en liderazgos responsables. Solo así dejaremos atrás el espejismo del cumplimiento y construiremos empresas con ética genuina, visión de largo plazo y credibilidad real.

 

 

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