Columna || Al Aire: El manto sagrado de la mayoria calificada

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por Enrique Hernández Alcázar

Septiembre comenzará con las ofrendas patrióticas de los feligreses de la Cuarta Transformación para su líder máximo. Sus regalos de despedida no tienen límites y garantizan su vida eterna y su resurrección en caso de crucifixiones por venir. Son una armadura de impunidad presente y futura para toda la secta. Ya son sustantivo, no verbo.

Morena tiene el poder. Todo el poder. Un Congreso en el que no tendrá obstáculos para aprobar lo que se le ocurra, lo que desee la presidenta Sheinbaum, lo que ordenen los poderes fácticos que (siempre han estado) del lado del gobierno en turno. Un Congreso sin oposición alguna. Literal.

Si quieren convertir el agua en vino, lo van a poder aprobar sin mayor conflicto. Si quieren cambiarle el nombre al país, también. Lo que sea. Cualquier ocurrencia o cualquier tema prioritario para su reinado celestial.

La desaparición de los órganos autónomos que tanto despreció durante su sexenio está resuelta. Se va, sobre por todos ellos, el INAI que tanto entorpece el uso discrecional y a contentillo del dinero público desde los deseos del habitante de Palacio Nacional.

El carro completo en el Poder Legislativo se consumó en el INE -esta semana lo ratificará un Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que tiene frente a sí la zanahoria de la tierra prometida para que sus magistrados se puedan quedar más tiempo en el cargo, con sus sueldazos e incluso aspiren a ser ministros de la Suprema Corte. La mayoría no dirá que no.

La maniatada al Poder Judicial Federal está a un paso de concretarse. En las próximas horas se votará en Comisiones. Con todo y la advertencia del Tío Sam, con todo y el nerviosismo de los grandes capitales internacionales, con todo y la falta de atención a las fiscalías, con todo y las protestas de sus trabajadores, jueces, magistrados y ministros. Esa reforma va con todo.

“No es por venganza”, me dicen actores protagónicos de la 4T. “Es por justicia”. Pero lo que cada quien entiende por justicia es obviamente disímbolo.

Algunos osan comparar a AMLO con Jesucristo. Incluso él mismo. Otros lo comparan con el estratega del diamante que ponchó a sus adversarios. Unos más, lo comparan con la dupla venezolana Chávez-Maduro y su destrucción del Estado democrático y de Derecho.

López Obrador, sin duda, es un caso de estudio. Un fenómeno antropológico-social y político sin parangón.

Pero en su afán de ser el personaje central para sus propios tiempos, Andrés Manuel no ha dejado títere con cabeza. Como Atila, por donde pisó no volvieron a florecer líderes naturales. Arrasó y erosionó a los protagonistas del PAN, del PRI y del PRD y -al mismo tiempo- redujo el espacio para el surgimiento de líderes dentro de su propio Movimiento de Regeneración Nacional.

El presidente AMLO, a punto del fin de su carrera política -según dicen sus datos- se convirtió al mismo tiempo en Cristo, en los 12 apóstoles, en redactor del Evangelio, de la Biblia, en milagro y esperanza, en reencarnación, en resurrección, en Herodes, Pilatos y el imperio Romano. Todo en uno.

O bien, si quieren el ejemplo beisbolero, se volvió el cácher, el pícher, el bateador, el jardinero, el mánager, el ampáyer, el aficionado y el vendedor de jochos del estadio llamado México.

Me temo que no será fácil sacudirse esta herencia judeopejiana que está en vías de convertirse en una religión política.

¿Para bien? ¿Para mal?

Lo veremos en seis años.

Menos, treinta.

 

 

Nota: Los espacios de opinión son responsabilidad del articulista

 

 

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