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Por Enrique Hernández Alcázar
Cuando eran oposición estaban contra la sobrerrepresentación del partido en el poder. Ahora que están en el poder quieren esa misma sobrerrepresentación para reducir -aún más- a la oposición.
Era 1998 y Andrés Manuel López Obrador, presidente nacional del PRD, interpuso ante la Suprema Corte una acción de inconstitucionalidad contra la sobrerrepresentación establecida en la ley electoral de Quintana Roo.
26 años después, presidente de la República, el mismo AMLO defiende esa sobrerrepresentación de la que se quejaba cuando era opositor al régimen priista.
Ese ejemplo, histórico y documentado, es una pequeña muestra de lo que sucedió en su sexenio. AMLO, aunque se enojen los fieles devotos de su doctrina política, se convirtió -en algunos temas fundamentales- en lo mismo que combatió.
Cuando nos conviene, aplicamos las mismas triquiñuelas que le aplicaron a nuestro movimiento, cuando estábamos “luchando por un país más democrático” que ahora estamos acomodando a nuestro modo porque “nos eligieron democráticamente” y con una mayoría arrasadora e irrefutable.
Hace casi treinta años, la mismísima todavía senadora y exsecretaria de Gobernación, entonces ministra en activo de la SCJN, Olga Sánchez Cordero, fue quien dio la razón a AMLO. Presentó una tesis de jurisprudencia en la que sostenía que los partidos políticos debían tener una representación aproximada al porcentaje de la votación que obtuvieron en las urnas. Con togas y birretes, la Corte dictó sentencia a favor del tabasqueño.
El tiempo, sin embargo, se encarga de transformar a las personas y a los personajes públicos. Muchas veces no lo hace para bien ni para mejorar su anterior versión. Ni lo uno ni lo otro sino todo lo contrario, diría el clásico.
Cómo se extraña a ese Andrés en la oposición y a esa Olga en la Corte, dirán algunos.
Mientras el PRI se autodestruye como mensaje de detective privado de caricatura y el PAN se reclama sus errores entre dirigentes. Una oposición fuerte y decidida, como sucedió con el propio AMLO hace cinco lustros, estaría impugnando, preparando su recurso ante la Corte, protestando en conferencias, en las calles, en cualquier espacio público posible. Pero no. Se están despedazando y repartiendo las culpas tras la profunda derrota.
López Obrador y su carismática presencia pública le ha robado al prianismo hasta sus peores rostros. Se ha apropiado no solo del régimen político, las gubernaturas y a grupos políticos -que se decían descendientes de la Revolución Mexicana- con su masivo apoyo popular. Incluso, revivió (y con mucha más fuerza que antes) el presidencialismo que tanto combatió.
Para muestra, varios botones.
A su candidata, a la virtual presidenta de México la placea por estados, ciudades y municipios en sus giras de trabajo. Hubiera sido inimaginable y altamente criticable que Vicente Fox hubiera hecho lo mismo con su sucesor. Ya sé, ya sé. Fox metió las manos en la elección de 2006 y el Tribunal Electoral Federal le dio un limitado jalón de orejas. Igual que esta semana -ese mismo Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación- le jaló las orejas al presidente López Obrador por meter las manos -mejor dicho, las mañaneras- en la contienda presidencial en favor de su partido.
A su secretaria de Gobernación, Luisa Alcalde, le dio el micrófono en la conferencia de Palacio Nacional para que explicara, justificara y defendiera esa sobrerrepresentación que antes condenaba y que ahora lo pone en la antesala de lograr la mayoría absoluta en el Congreso para que su famoso y controvertido Plan C se apruebe ipso facto como autoregalo final de su mandato.
Veremos en qué acaba este reality show que bien podría llamarse “Los bueyes de mi compadre”.
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