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Hace unos días encontré un libro de esos que parecen caer en tus manos justo en el momento en que más lo necesitas. Sus páginas me engancharon desde el título pues no es usual encontrar un texto de la llamada Administración basada en Evidencias (ABE) escrito con tanta irreverencia y hasta incorrección política, pero, sobre todo, por estar lleno de esas palabras que te alzan la moral luego de que un imbécil te pisotea. Robert Sutton es un profesor de Stanford mejor conocido por su popular método para lograr escalar la excelencia en organizaciones de alto crecimiento y nos advierte ahora de una amenaza mayúscula pero poco comentada: el enorme efecto destructivo que los canallas tienen en el desempeño palpable de las empresas.
Para comenzar, Sutton nos presenta una útil tipología de las conductas rufianes, bellacas o viles que todos hemos presenciado en nuestra vida corporativa, distinguiendo entre las personas que simplemente han tenido un mal día y han perdido el control (assholestemporales) de aquellos seres destructivos que de manera persistente van por la vida dejando una estela de veneno en casi todo lo que tocan (assholescertificados). Para ver si alguien gana este diploma deberá pasar dos sencillas pruebas: 1) el siniestro en cuestión debe hacer sentir a su presa des energizada y empequeñecida afectando su autoestima y 2) el ultrajante deberá lanzar su aguijón en contra de personas con un igual o menor nivel en la jerarquía organizacional. Las señales de este comportamiento incluyen las típicas bromitas sarcásticas que se usan “inocentemente” como un sistema encubierto de insultos, correos electrónicos o chats fulminantes llenos de apuntamientos de culpa, bofetadas de jerarquía, actitudes dos caras (usualmente reservando el mejor rostro en la presencia de sus superiores), interrupciones continuas o tratar a una persona en reuniones o discusiones como si fuera invisible.
¿Te suenan algunas de las afrentas anteriores? Este tipo de conductas son realmente ordinarias en las organizaciones y personalmente puedo decirte que el principal vicio o bloqueo que he detectado cada vez que lidero un nuevo equipo es justamente la aversión y la desconfianza que existe entre los diferentes silos de una empresa. La pregunta que suelo lanzar en estos casos a los enemistados casi siempre me da resultados inmediatos: «¿No es suficientemente complejo nuestro negocio como para que encima nos llevemos mal?». Lo cierto es que el alto costo de la cultura gandalla ha sido demostrado en toda suerte de experimentos controlados y estudios de campo que prueban una y otra vez que la vileza puede tener sus buenos resultados para el perpetrador (quizá solo en el corto plazo), pero termina dañando la productividad y los resultados financieros de la empresa.
Las pruebas de Sutton revelaron un interesante patrón de la saña y es que cualquier posición de poder, por mínima que esta sea, puede convertirnos en monstruos repugnantes. La diferencia en como una persona trata a los más desvalidos versus al poderoso es una gran medida del carácter de ese ser humano. Como advierte el autor, cuando una persona trata de manera civilizada a los desconocidos o a compañeros de menor rango estará protegiendo a toda la empresa de los granujas, pues la toxicidad trasciende al victimario y afecta incluso a los testigos del abuso. Si te ha pasado llegar a una empresa donde la desgraciades se palpa en el aire no estás para nada exagerando. Sutton considera que el veneno de estas personas es de hecho contagioso; los experimentos sobre entrevistas y contrataciones laborales muestran que las personas en una posición reclutadora suman a sus equipos a gente que se ve y actúa como ella (reproducción homosocial), lo que significa que un imbécil reclutando tiene un infinito poder de autoclonación que sin las debidas precauciones puede convertir a una empresa en un verdadero reino de cretinos.
Además de limitar su reproducción, Sutton considera que las organizaciones suelen tardar mucho en deshacerse de estas personas, usualmente por la falsa aura de productividad y la determinación que suelen proyectar casi siempre a costa del trabajo de otros, la intimidación o el simple bluffing recurrente. Por eso es mucho mejor encarar la situación, hablar abiertamente de las conductas reprobables y tomar cartas en el asunto al aterrizar los grandes principios culturales como el trabajo en equipo y el respeto honesto en las pequeñas acciones del día a día. En este punto es muy importante advertir que una política anti bribones no significa para nada acabar con la confrontación de ideas y el conflicto, todo lo contrario, las organizaciones más sanas, creativas y productivas son el resultado del contraste continuo de opiniones donde la voz de todos es escuchada y no solo se tome en cuenta la de los más altos en el organigrama o la de aquellos que gritan más fuerte o miran más rudo. La clave, en palabras de Karl Weick y referencias de Sutton es «pelear como si se tuviera la razón y escuchar como si se estuviera equivocado», atacando a los problemas no a las personas.
Sería muy enfermizo hablar de estas conductas como si fueran un patrimonio exclusivo de los malvados al tiempo que considerarse uno mismo como un modelo de santidad. Yo por ejemplo sé que durante la primera hora laboral del día corro un alto riesgo de ser un verdadero imbécil porque el azúcar apenas comienza a correrme por las venas, así que tengo mucho cuidado con lo que sale de mi boca o de plano mejor cierro el pico. Otro fallo que me tengo detectado es poner quizá la etiqueta de assholecertificado a alguien que pudo simplemente tener un desliz o estar atravesando por alguna dificultad personal. En fin, que cada uno tiene sus propios fantasmas en esto de la vileza, ya sea al convertirse en victimario ante un poco de poder o al no saberse zafar del papel de víctima. En todo caso, por una conveniencia netamente financiera o bien la legitima razón de vivir simplemente en paz con los demás, la regla de No Assholes es una buena norma que incluir en el decálogo de toda organización.