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*Raúl Franchi Martínez Moreira
Profesor del área de Factor Humano de IPADE Business School
A lo largo de la historia no había empresas ni Estado que se ocuparan de resolver diversas necesidades sociales. Durante el último siglo, desde el momento en que las empresas no se responsabilizaron de los bienes comunes, sólo de los propios, esta función fue asumida progresivamente por el Estado.
Algunos empresarios reaccionaron con magníficas muestras de filantropía, sin embargo, resulta urgente adoptar un pensamiento crítico y realista sobre la empresa, separando por un lado al sistema financiero especulativo, por otro al sistema empresarial productivo.
Bien administrados, los recursos del Estado deberían obrar milagros aún en países como México, donde los impuestos difícilmente alcanzan el 17% del PIB, debido a dicha economía informal y otros factores, cuando en países desarrollados alcanzan un 35 y hasta un 50%.
Al cierre de 2021 la recaudación en México ascendió a 3.566 billones, o 178,000 millones de dólares. Estos son los ingresos tributarios, que provienen mayoritariamente de las empresas, incluso cuando el trabajador se le retienen impuestos, o cuando el consumidor los paga, porque en última instancia dichos recursos provienen de las mismas empresas. En suma, el Estado se ostenta como garante del bienestar de todos los ciudadanos, condición que busca gravando la riqueza creada por las empresas.
Ante esto, nos queda un sistema en el que las empresas crean riqueza, el Estado incauta una parte importante para realizar obras y servicios públicos, proveer seguridad y procurar justicia, pero sobre todo para aliviar a los menos favorecidos. En naciones como México, sin embargo, se merman criminalmente estos recursos debido a ineficiencia y corrupción, con las graves consecuencias que conocemos.
En estas condiciones la primera responsabilidad de las empresas ya no se reduce a crear riqueza, sino asegurar que esta tenga vocación de bien común, en primer lugar en la legitimidad de sus propias operaciones, que incluye sus contribuciones fiscales, en seguida en exigir la legitimidad de las operaciones propias del sector público, cuya supervivencia depende de las empresas.
Un principio de buen gobierno es la subsidiariedad, que busca proveer a las instancias subordinadas tanta libertad como sea posible y tanto control como sea necesario. Las empresas deben conquistar y justificar su libertad, cumpliendo con la ley y exigiendo un buen gobierno, creando para este efecto los mecanismos de participación que sean necesarios.
Cuando la empresa aporta recursos para aliviar la pobreza, fuera de sus operaciones ordinarias, ejerce una suerte de subsidiariedad inversa, es decir subsidia por así decirlo lo que corresponde al gobierno. Esto debe ocurrir de manera temporal, en tanto el gobierno retome su debido cauce. Destinar recursos fuera de sus operaciones, sin procurar que las cosas recuperen el orden que deben, constituye un atentado contra la propia empresa y en última instancia contra la sociedad.
En tanto no se disipe la leyenda negra de la empresa, entendiendo su verdadera función social, seguirá la presión social y moral.
*Raúl es profesor del área de Factor Humano y Empresa-Familia de IPADE Business School. Cuenta con un doctorado en Ética aplicada, y es maestro en Estudios humanísticos.
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