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Por Natalia von Retteg
Hace algunos días fui al concierto de piano clásico de Hermann Esquivel en el Museo José Luis Cuevas, un sitio hermoso y lleno de historia. El recorrido por el centro me trajo gratos recuerdos de cuando era estudiante en San Carlos. Conozco esas calles, así que ya sabía que la llegada sería complicada, caminar por ese lugar nunca ha sido fácil y menos en sábado a medio día que todo es bullicio y caos, pero al fin llegué al recinto ubicado en Academia número 13.
Al entrar, de inmediato cambió el sonido, todo el jolgorio del exterior se volvió silencio, el calor del medio día, se transformó en una brisa fresca y en medio del patio central, “La Giganta”, una escultura de Cuevas de ocho metros de alto ya nos esperaba a todos como dándonos la bienvenida. Frente a nosotros, un piano de cola negro, en el que el maestro Esquivel nos deleitó con tres composiciones suyas, además de interpretar también piezas de Ponce y cerrando con una magnífica interpretación de “La Heroica” de Frédéric Chopin. Las notas del piano resonaron hondo, con un eco melancólico que se coló entre aquellos muros viejos que alguna vez albergaron al Convento de Santa Inés.
Fue un oasis de belleza que cuando acabó, dudé salir a la calle desentonada otra vez y antes de irme pensé que una experiencia como escuchar un concierto de piano, también podría tener su propio maridaje con un vino. Pues armonía y tiempo son quizá algunos conceptos que ambas manifestaciones comparten. El vino, por un lado, se va expresando en el lapso que dura una copa a través de sus notas olfativas y al probarlo puede revelar un gran equilibrio o una disonancia, como si de una pieza sonora se tratara. Por otro lado, la música tiene la capacidad de influir poderosamente en nuestro estado de ánimo, conectando con nuestra memoria y contrastando así con una infinidad de experiencias archivadas, reviviendo ciertos momentos.
Por esta razón no es raro que, con determinado tipo de música, el vino nos huela o nos sepa a algo que en realidad lo asociamos a un recuerdo o a una emoción. Para este concierto, en ese lugar, tal vez mi opción hubiera sido maridarlo con un buen tinto Syrah, porque creo que esa uva comparte con las notas de Chopin, la intensidad, la profundidad y la elegancia de su arte.
Volví a la calle y caminé hasta Isabel la Católica porque tenía ganas de comer en uno de los lugares de mayor tradición, el restaurante Casa de España ubicado en el primer piso del Casino Español, un sitio con una arquitectura hermosa y ornamentada de finales del siglo XIX, un imperdible en el corazón de la Ciudad de México. Desde que subí por el elevador, me envolvió un aire de nostalgia. El restaurante posee una belleza antigua: la música de la tuna, los manteles blancos y el olor a estofado me transportó a otro tiempo.
Tienen una cava muy variada y nada pretenciosa, platos abundantes y una atención inigualable.
En esta ocasión el protagónico de la mesa fue Izadi Larrosa Negra, un tinto de la Rioja, frutoso, aterciopelado y muy elegante que maridé a la perfección con algunos platos típicos españoles como las croquetas, los pulpos a la gallega y con un plato de serrano y queso manchego. De postre pedí una leche quemada muy típica, pero me quedé con el antojo del helado de mazapán que no te lo puedes perder o si es temporada, pide el de turrón. Cerré con un expreso cortado oyendo los panderos y guitarras de la tuna, esta vez fue la música en todo mi recorrido la que me devolvió un paraíso perdido en mi memoria.
Fotógrafa y Winelover
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