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Por Luis Hernández Martínez
Personas infladas artificialmente con encargos y tareas que por su cuenta y nombre particular nadie les concedería.
En un país (México, por ejemplo) donde la meritocracia vale menos de tres pesos resulta muy fácil (y constante, ya) ver como cierto perfil de persona –sin importar su trayectoria, conocimientos o logros– simplemente es expulsada por el grupo de “aquí solo los cuates” para ingresarlo a las filas de “ahí los apestados”.
Los motivos y los argumentos pueden ser muchos. Pero ninguno relacionado con los méritos. Simplemente el recién desplazado “cae de la gracia del grupúsculo” y sale del partido. ¿Cuándo ingresa, otra vez? Dependerá de muchos factores, por supuesto. Aunque ninguno relacionado con la capacidad o los conocimientos, menos aún con la meritocracia del “nuevo olvidado”.
Mientras el exilio –impuesto o autoimpuesto – mantiene fuera de la jugada a ese creciente puñado de “desgraciados”, el “grupúsculo” dirige a las organizaciones con base en “tú me caes bien, toma; tú no, ¡toma!”. Es un grupito que discierne igual que un niño en juguetería; que un glotón en pastelería. Bien dice la voz popular: “Mientras no está el gato retozan los ratones”.
Otro problema es que los “cuates del grupúsculo” –por mucho que son inflados artificialmente con encargos y tareas que por su cuenta y nombre particular nadie les concedería (chambones que exponen, escriben y opinan de todo)– nunca terminan de dar el ancho y dañan más de lo que ayudan.
¿Por qué? Porque la gente no es tonta. Todo mundo sabe quién es el compadre de quién, la amiga (o) de quién y el (o la) íntima de quién. Relaciones, y no méritos, hacen que las personas desempeñen un rol u otro en las organizaciones. El grave problema es que ya ocurre descaradamente en todos los ámbitos (en la política, en las empresas, las asociaciones, los sindicatos, las universidades…).
La sociedad mexicana (como si sus problemas actuales fueran pocos) tiene que lidiar con una prima hermana de la corrupción y la impunidad. ¿Su nombre? “Cuatismo”. Un mal que, como la mayoría de los cobardes, golpea sin avisar (además de que siempre esconde –torpemente– la mano).
* El autor es abogado, administrador, periodista y educador. Es perfeccionador y experto en compliance en Alta Dirección de Empresas y docente a nivel posgrado en materias de innovación, negocios y derecho.
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