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“Dentro de diez años, veinte años, lo verán: el petróleo nos traerá la ruina…”, dijo Juan Pablo Pérez Alfonso, un ministro venezolano a inicios de los 70 y responsable en buena parte por la fundación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), para rematar bautizando al recurso natural como “el excremento del diablo”.
Fue una afirmación poco común, pero profética. En los días de Pérez Alfonso, Venezuela tenía una democracia funcional y un ingreso per cápita de más de tres veces el promedio latinoamericano, después de la inestabilidad económica sufrida durante los 80, para inicios de los 90 tal ingreso ya era menor que el promedio de la región. En la última década la política venezolana es conocida no por su funcionalidad, sino por su polarización.
Muy pocos escucharon la advertencia, después de todo Venezuela era un ejemplo a seguir para las demás naciones latinoamericanas, y la idea generalizada era que la enorme riqueza petrolera la llevaría a ser un país desarrollado. Habrá que aceptarlo, en México también tragamos el anzuelo: la frase que hoy recordamos, con ironía, de los días cuando nos dimos cuenta de buena parte del petróleo que teníamos, es que debíamos aprender a “administrar la riqueza”.
Es un patrón repetido constantemente a lo largo de la historia: una nación, al encontrarse con una riqueza natural extraordinaria, suele caer en la ruina. Al fenómeno se le ha llamado la “maldición de los recursos naturales”, que va sobre la idea de que un pueblo con muchos recursos naturales puede caer, simplemente, en demasiada complacencia, pues la expectativa comienza a ser que el regalo que la naturaleza dio comience a proveer lo que debería de venir del trabajo de la nación. Se ha demostrado que, en general, mientras más una nación depende de sus riquezas naturales, menor es su tasa de crecimiento.
La exigencia comienza a ser que el recurso natural pague las cuentas públicas, en lugar de la población a través de sus impuestos. El problema suele ser que la expectativa se mantiene y crece, mientras que el recurso natural se explota y agota. Tarde o temprano, la realidad termina imponiéndose, en ocasiones trágicamente.
Una corriente de pensamiento histórico busca achacarle la culpa del subdesarrollo latinoamericano al saqueo de sus recursos naturales, primero por el Imperio Español, luego principalmente por Estados Unidos. Es una de las principales herramientas socorridas cuando preferimos evitar mirarnos a los ojos en el espejo de la historia, y afrontar la culpa de nuestros antepasados nacionales.
Curiosamente, hay un argumento, más sólido, que va exactamente en contra y que cuestiona ¿cómo es que España, potencia imperial formidable en los siglos XVI y XVII, declinó hasta la Guerra Civil de inicios del siglo XX, y mientras tanto fue ampliamente superada tecnológica, militar y financieramente por Reino Unido y Francia?
La respuesta bien puede estar enterrada en las profundidades del cerro del Potosí, en Bolivia, y en las minas zacatecanas en México, ambas fuentes de una riqueza en plata que parecieron innagotables para el antiguo Imperio Español. La riqueza llevó a la complacencia, mientras las demás potencias, privadas de un regalo de la naturaleza, tuvieron que inventarse su propio camino. Mientras en Reino Unido nació la Revolución Industrial, España se encerró cada vez más en ella misma y sus colonias.
Los recursos naturales no necesitan ser una maldición. Hay ejemplos de su buen aprovechamiento. El mejor ejemplo moderno, quizá, es el de Noruega: al descubrir su riqueza petrolera, los noruegos razonaron que tal no tenía por qué pertenecerle a una generación específica, por lo que crearon un fondo nacional para ahorrar esos recursos para las generaciones presentes y futuras, la idea siendo ocupar los intereses que da el ahorro, pero permitiendo a éste acumularse.
Otro ejemplo, en Latinoamérica, está en Chile, donde el ahorro de los excedentes del cobre, su recurso natural por excelencia, sirvió para enfrentar la crisis del 2008, que el país sobrellevó de una manera notablemente buena. El requisito, sin embargo, es completar con impuestos lo que se ahorra del recurso natural -y gastarlos sabiamente, por supuesto-.
En México, nuestra historia moderna no es alentadora, pero ya está detrás de nosotros: el fin de nuestro periodo de desarrollo estabilizador se dio pocos años antes del descubrimiento de Cantarell -nuestra fuente inagotable de riqueza, que sin embargo, se está agotando-, y la participación del petróleo como principal proveedor de recursos fiscales.
El reto está hacia adelante, ¿qué haremos? ¿Reconocer que nuestros recursos naturales no nos pertenecen sólo a nosotros, sino también a las generaciones de mexicanos por venir, o seguir a la expectativa de que el petróleo pague nuestras cuentas públicas, aunque los números no cuadren? Las reformas fiscal y energética presentadas este año, desgraciadamente, responden con un silencio, quizá más triste que trágico, a la pregunta.
*Ignacio Montané, CFA, se especializa en capital de inversión y planeación patrimonial