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Quien visita por primera vez esta ciudad quedará maravillado pero quien decide pasar más tiempo allí, sin duda, se resistirá a abandonarla. Su gente, su historia, su arquitectura pero sobre todo ese aire tan especial que la cubre, son los elementos perfectos para convertirla en uno de los destinos turísticos más cautivadores del país.
Alejandro Rossette
Los turistas dicen que Mérida es un sueño. Se equivocan. Un sueño pueda dejarte la idea de que apenas ayer volabas a bordo de un barril sobre un campo lleno de albahaca. Sin embargo no te hace sudar de felicidad ni sentir con cada uno de tus cinco sentidos.
Mérida es, más bien, un cuento de Adolfo Bioy Casares en el que sabes que estás en el trópico cuando se te pega la ropa con el bochorno del mediodía y en la siesta de las tres de la tarde, donde las horas parecen tener más de 60 minutos, el calor da la impresión de que los metros son más largos y las cervezas mucho más frías.
En esta historia hay mujeres bellas que miran con la impunidad que los anteojos oscuros otorgan, ancianas desdentadas que cantan a sus nietos viejas canciones de cuna en maya e intimidantes morenas de ancha nariz y negro cabello enfundadas en blanquísimos huipiles, modernas encarnaciones de Ixchel, diosa de la Luna.
También hay hombres de fuera, de otro estado que temen morir de una enfermedad tropical extraña que, según ellos, les transmitirán los moscos. Son hombres temerosos de los aluxes que los visitan en cada noche para hacerles bromas, son hombres que no concilian el sueño por miedo a encontrarse con la Xtabay y ahogarse en algún cenote.
Este relato tiene lugares insólitos. Catedrales blancas e imponentes de caliza en el centro, hermosas casonas de estilo francés, español y hasta libanés en ese legendario Paseo Montejo, que ya corroídas por la humedad salina y la abundante vegetación, reclaman su lugar entre las bellas construcciones. Una ceiba levanta el pavimento y una enredadera penetra las paredes.
Hay profundos cenotes, ojos de agua subterráneos donde se sacrificaban doncellas mayas cubiertas de oro y jade. Si tiene suerte podrá ver al dios del agua, Chac, y su enorme nariz, bañarse en alguno de estos hermosos manantiales. En Celestun, los manglares parecen atraparlo todo y vigilantes los flamingos rosas, que nacieron blancos y el pico sin curvas, son los dueños y señores del escenario.
Entre las páginas de este relato está Puerto Progreso, tranquila playa que aguarda a los visitantes con sombrillas de palma para que se tiendan al sol mientras beben sus mojitos antes de que el hielo se derrita. Hay aventureros que se asombran ante la magnificiencia de Uxmal, del Palacio del Adivino que, según la leyenda, construyó un enano en una noche y no se contienen ante el Cuadrángulo de las Monjas.
Aquí en Mérida no hay personajes, no hay héroes ni enemigos mortales. Existen señores hablando y riendo a carcajadas en la Plaza Grande a la sombra de una ceiba; hay vendedores que ríen y divierten a los turistas cuando con energía despliegan abanicos, “porque estamos a 37 grados”, dicen. Y es que a donde se mire, en este lugar siempre encuentras a alguien con una sonrisa y con la mano tendida con un Xtabentún que se pega en el paladar, invade la nariz con el aroma anís y endulza con la miel. Ora solo, ora con limón y agua mineral, ora con café. Cualquier momento es bueno para un Xtabentún.
La plaza está llena de guías turísticos que sonríen y hacen plática a la menor provocación, de adolescentes que buscan la mirada, el saludo o el gesto que les hará sentir calor en su corazón cómo si la temperatura no bastara. Y es que la soledad cala como tormenta de nieve aunque la suela de tus zapatos se derrita. Algunos aseguran, por ello, que el invierno hacen de esta ciudad un destino irresistible hasta para el turista más exigente.
Ésta, la muy noble y muy leal Ciudad Blanca sabe a sopa de lima, a panuchos de cochinita pibil, a salbutes y papadzules cubiertos de una espesa capa verde esmeralda y otra de color rojo encendido servidos en la Plaza Santa Ana. Aquí vive la “Muñeca”, ejemplar cocinera de abundantes carnes y cejas pobladísimas, a quien pedí matrimonio por su sazón y me desairó. Los que afirman que el amor nace de la vista, están equivocados.
Sabor a mí
Mérida tiene sabor a marquesitas de queso holandés el domingo por la tarde en el Parque de las Américas cuando paseas con la familia, a agua de horchata del mercado Lucas de Gálvez tras recorrer el centro y a refresco de chocolate que en el Parque Centenario y a tortas de pierna después de la misa de siete.
La Ciudad Blanca suena a risas, a murmullos y a cuijes que parecen mandarte besos antes de dormir. Su canto es el de los grillos que acompañan la trova yucateca y a los boxitos que con picardía hacen públicos sus secretos en tremendas bombas: “Si tu padre se alborota y tu madre te condena, ya te vieron tu panzota por dormir en cama ajena”.
Esta ciudad, la del faisán, del venado, del pavo en la mesa todo el año, está repleta de mujeres que salen al ocaso, que parecen esperar ansiosamente a que se oculte el sol para no opacarlo con su belleza pues se saben capaces de conquistarlo con su coquetería tan peninsular, tan caliente. Ellas se saben atractivas y también saben que ellos, los hombres, las seguirán con la vista hasta ganarse una merecida tortícolis.
Mientras, en la plazuela, parejas de ancianos bailan el danzón meneando sus cuerpos con amor y ternura iluminados por la plateada luna que resplandece en sus cabellos. La mirada de los octagenarios se encuentra y una sonrisa sustituye al apasionado beso.
Los niños semidesnudos, sin pudor pero llenos de inocencia, piden trolebuses, champolas y helados de pitahaya o de nanche. Los jóvenes se reúnen en bares modernos, los afortunados salieron con la chica estadounidense de intercambio a la que, sí mejora la noche, le enseñarán la lengua del mayab.
En Mérida las noches son más tibias que serenas. Antes de dormir darás mil vueltas en la cama, sentirás las sábanas pegarse a cada pliegue de tu piel y la humedad en cada poro. Sin embargo despertarás tranquilo, alegre y con deseos de ir al mar, de recorrer la Ría Lagartos y regresar para comer donde la “Muñeca”.
Si no fuera porque me imagino como una especie de detective a lo Pepe Carvahlo en busca de la tranquilidad, del calor y en huída del desamor así como del rechazo, seguiría sintiéndome atrapado entre las líneas de un cuento. En ese caso, yo sería una sola letra, si acaso una línea o un personaje incidental que cuyo destino lo ha de llevar de nuevo a esta la Ciudad Blanca.
Si no fuese porque nací en el Distrito Federal me sentiría meridano. Seguramente el sudor que escapa a chorros de mi frente me delataría como fuereño y el acento me señalaría como un visitante, alguien ajeno a la Península.
De ser un lugareño me aprendería las calles, memorizaría los lugares y anotaría los sabores para mostrarlos a todos. ¿Para mostrarlos? ¡Qué va! Para presumir a medio mundo que los sueños existen y se pueden tocar, que tienen sabor a cebolla morada, que despiden olor a canela y que siempre se te quedan pegados en la piel pero, más importante, grabados en el corazón por toda una vida. Una vida que bien vale la pena ser vivida en Mérida.