Tiempo de lectura aprox: 5 minutos, 35 segundos
El programa económico que Felipe Calderón y sus Chicago Boys aplicarán para 2010 y lo que resta de la segunda y desastrosa pesadilla panista evidencia que son ortodoxos hasta la ignominia. Muestra que prefieren morir antes que arrojar a la basura sus rancias, desacreditadas e inútiles recetas neoliberales.
Si poco hicieron –en realidad nada, más allá de la simulación–, a regañadientes, mal, temporalmente y con fracasados resultados durante el brutal desplome económico de 2009, la peor recesión registrada desde la década de 1930, para el periodo 2010-2012 pretenden retornar a su postura de hombres apacibles que les caracterizó hasta y durante la crisis. A la vigencia del Estado autista, que dejará que la economía y la sociedad salgan de su estado comatoso y se recuperen como puedan, según la lógica tiránica de la “mano invisible” de la jungla del “mercado” libre, que supone que naturalmente, sin la interferencia pública, se purgará el sistema –los que no sean “competitivos” tendrán que desaparecer– y todo se arreglará automáticamente.
Al regreso de la economía de la parálisis, las ganancias financieras y la concentración de la riqueza, de escasos empleos, el deterioro de los salarios y el ensanchamiento de la pobreza y la miseria. La reactivación no será responsabilidad de Calderón y su equipo ni de la “creatividad” empresarial. Tampoco del Congreso, que aceptará la propuesta calderonista. Dependerá de la recuperación estadunidense y sus importaciones mexicanas. El mercado interno seguirá vegetando en su estancamiento. Hasta que dios se apiade de su desastre.
La recesión de la década de 1930 tuvo al menos dos virtudes: una fue que marcó el fracaso de la doctrina del “mercado libre” justificada por los economistas neoclásicos, los Salinas, Aspe, Zedillo, Ortiz o Carstens de esa época; la otra fue que estimuló la decidida intervención del Estado como administrador de las deficiencias del mercado, promotor del desarrollo y garante del bienestar. Con la política fiscal activa y más equitativa (en escala ascendente se impusieron mayores impuestos a quienes más ganaban para financiar la expansión del gasto social y la inversión productiva) y la monetaria (bajas tasas de interés), de corte keynesiano, el Estado atenuó las crisis ampliando el consumo y la inversión pública y privada, y promovió el crecimiento y el pleno empleo de la posguerra y mejoró la calidad de vida de la población. El déficit público fue aceptado para alcanzar esos propósitos. Dicha recesión permitió a México desembarazarse del librecambismo que lo condenaba al atraso típico de las naciones especializadas a la exportación de materias primas y posibilitó, con la participación del Estado, avanzar en su industrialización, aunque los beneficios del desarrollo se concentraron en los empresarios y los sectores medios. Sin embargo, la reacción neoliberal encabezada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, a la que se sumó la derecha mexicana, de Miguel de la Madrid a Calderón, reinstaló el pasado. Volvió a entronizar la doctrina del “mercado libre” promovida por Milton Friedman y los Chicago Boys. Se regresó a “la sumisión del hombre a las fuerzas impersonales del mercado”, según Friedrich von Hayek, uno de los ideólogos de francmasonería conservadora. Emasculó al Estado, disminuyó su tamaño y desmanteló la estructura de bienestar; redujo su gasto y los impuestos a las empresas y sectores de altos impuestos y aumentó los del consumo. Le impuso el dogma del equilibrio fiscal y limitó su papel a simple guardián de la acumulación privada de capital y la estabilidad política.
Por necesidad, un gran número de gobiernos se vieron obligados a hacer a un lado el manual antiestatista, al menos un tiempo, y volverse keynesianos para intervenir el mercado, sobre todo el financiero, reducir los réditos y los impuestos y ampliar el gasto y el déficit público, en los niveles y el tiempo que sean necesarios, para enfrentar la grave recesión de 2008-2009 e impulsar la reactivación. La consigna es estimular la demanda. Pero nuestros neoliberales se han mantenido fieles a sus creencias. En 2009 elevaron mezquinamente el gasto, aunque rápidamente lo recortaron, lo que terminó por derrumbar el consumo y la economía, además de fortalecer el desempleo. Así, México registra una de las peores recesiones del mundo. Lo que quiso ser anticíclico se volvió procíclico. Lo peor de todo es que, sin evidencias sólidas de que la crisis haya tocado el fondo del pozo ni cuánto tiempo permanecerá en él, para 2010-2012 diseñaron un programa cuyos objetivos nada tienen que ver con la reactivación, el crecimiento, la reabsorción de los desempleados y la creación de nuevos empleos.
Los tecnócratas regresarán a su infecunda tarea iniciada desde 1983: bajar la inflación de 4.3 por ciento en 2009 a 3.3 por ciento en 2010, y 3 por ciento en 2011-2012; y eliminar el déficit fiscal, de 2.9 por ciento en 2010 a un balance cero en 2012. En 2009 será de 2.1 por ciento. Es cierto que proponen un modesto crecimiento de 3 por ciento, 4 por ciento y 4.2 por ciento para 2010-2012, luego del desastre de este año (-6.8 por ciento o más).
¿Cómo pretenden alcanzar esas contradictorias metas?
Porque la reactivación requiere fomentar el consumo y la inversión pública y privada. La desinflación y el equilibrio fiscal, su contención. Oficialmente, el banco central mantendría bajas las tasas de interés en 2010, 4.5 por ciento en promedio anual la nominal y 1.2 por ciento descontando la inflación, similar a este año y cuyo bajo nivel, sin embargo, no logró evitar la caída del crédito ni de la economía ni tampoco el alza de la insolvencia de pagos de los deudores. La incertidumbre que priva entre las empresas y las personas, el desempleo o el temor a él, entre otros factores, explica la parálisis crediticia y la ineficacia de los bajos intereses. Esa situación no cambiará significativamente en 2010 para reanimar el consumo y la inversión por esa vía. Si el Banco de México eleva los réditos se agravará el problema. La dificultad está en otro lado, donde los tecnócratas ni el Congreso hacen nada para remediarlo: la voracidad bancaria y de las empresas que operan con préstamos.
El esfuerzo para reducir la inflación descansará en otras medidas: una es mantener baja la paridad, que pasaría de 13.6 pesos por dólar en 2009 a 13.8 en 2010. Una depreciación nominal de 1.5 por ciento, menos de la mitad de la inflación esperada (3.3 por ciento). El atraso cambiario, que sobrevaluará la moneda, será reforzado con una mayor reducción de los aranceles. Ambas medidas podrían reducir el monto de las importaciones y de los precios internos, si es que no aumenta las tarifas internacionales y las grandes empresas que las compran no las venden más caras localmente como siempre sucede. Si es así, todo será en vano. Pero en caso de que sean exitosas tales decisiones, tienen otros efectos nocivos: la compra de bienes importadores sólo beneficiará a los productores extranjeros; los nacionales resentirán su entrada, que afectará la demanda de sus productos y su producción, y los puede llevar a la quiebra; no beneficiará la reactivación ni generará más empleos y provocará un creciente déficit comercial y corriente de la balanza de pagos que tendrá que ser financiado con mayor endeudamiento externo o la contención de la demanda interna. Si suben los réditos externos se complicarán las cosas.
Otro instrumento desinflacionario será la contención de los salarios, cuya alza en 2010 será de 3.3 por ciento-5 por ciento, 1.76-2.13 pesos más diarios para los mínimos y 3.54-4.29 para los otros. Ello no recuperará su poder de compra perdido en 2009. Una inflación más alta a la esperada ampliará su retroceso. Ése es el ingrediente necesario para el éxito de la baja de precios. Y aunque la inflación sea igual al aumento salarial y éstos no pierdan estadísticamente más su capacidad adquisitiva, de todos modos el consumo caerá más por los impuestos y el alza de las tarifas de los bienes y servicios públicos que se aplicarán. Ellos serán inflacionarios. La represión salarial ayudaría a controlar la inflación, pero no mejorará el consumo para estimular la demanda, la producción y la reactivación. En cambio, perjudicará más las condiciones de vida de la mayoría y su alimentación e incrementará su pobreza y miseria.
El gasto público tampoco será anticíclico, porque Calderón y Agustín Carstens proponen recortes brutales para lograr el equilibrio fiscal. El gasto real programable caerá 1.4 por ciento y la inversión 0.8 por ciento, o más si no se reducen más en 2010. Todos los egresos resentirán su caída, la educación, la salud, el laboral, el agropecuario y demás. Todos, salvo los insultantes salarios y prestaciones de la elite política, los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial que por todos los medios saquean al Estado, los recursos destinados a la represión, al pago de la deuda pública interna y externa, y al pago de los empresarios que como sanguijuelas desangran al erario.
¿Cómo entonces se pretende lograr un crecimiento de 3 por ciento, que apenas crearía 200-300 mil empleos, menos de la mitad de los perdidos en 2009 (cerca de 1 millón) y los requeridos en este y el próximo año de las 2 millones de personas que se incorporarán por primera vez al mercado laboral?
De dos formas: entregando las riquezas de la nación, la petrolera, la eléctrica, la infraestructura, a la depredación de los grandes empresarios internos y externos; y esperando que se recupere la economía estadunidense.
Sólo un individuo será feliz en ese escenario: Felipe Calderón. Porque le permitirá ejercer su altruismo clerical: el socorro a los miserables. Y porque el ejército de delincuentes se agrandará inevitablemente ante la falta de empleos y los avaros salarios pagados por los hombres de presa. Gracias a ellos, podrá seguir practicando su deporte favorito: la cacería humana. Su éxito se medirá por la altura de la pila de cadáveres y por la saturación de las hincadas cárceles. Es obvio que en ellas no estarán ni las elites políticas ni empresariales que hundieron a la nación. Todavía existen clases sociales.