Del estancamiento a la depresión

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A Felipe Calderón le pasó lo mismo que a los enanos: se volvió decrépito antes de crecer. Como en el caso de Vicente Fox, la Presidencia le quedó lastimosamente grande. Sobre las espaldas de ambos gravitará un nefando hecho histórico: el colapso del proyecto de nación de la extrema derecha que llegó de la mano de los priistas al poder desde 1983 y que fue heredado a la confesional panista, con el objeto de llevarlo hasta sus últimas consecuencias, el cual ha sido impuesto y subsistido a golpes de hacha, indivisiblemente montado, a horcajadas, en el autoritario político presidencialista y la bestial acumulación capitalista neoliberal, propiciada por la excluyente dictadura del mítico “mercado libre” global, mundialmente quebrado.


Cesarista

El mandato calderonista apenas duró 18 meses, lapso en el cual nunca pudo disfrutar las disminuidas mieles de su satrapía. Ese efímero periodo fue más que suficiente para evidenciar su minúscula estatura política. No sólo careció del talento necesario para disolver el estigma que le acompañará hasta el final: la certeza de un amplio sector de la sociedad de que su ascenso a la Presidencia fue consecuencia de un golpe de Estado “técnico”. Políticamente fue incapaz de legitimarse y consolidarse a través de las dos únicas vías posibles que tenía enfrente y que motivaron a parte de los electores a rechazar al despotismo presidencialista y neoliberal priista, alejarse visceralmente de una izquierda oficial desdentada, que hace tiempo abjuró del radicalismo anticapitalista, e inclinarse ingenuamente por el desvarío panista del que hoy reniegan: la destrucción del viejo orden autoritario y la apertura de las puertas de la democracia, el desmantelamiento del modelo neoliberal y su reemplazo por una economía socialmente incluyente.

Como recuerda la periodista Claudia Herrera, Calderón dijo en 1997: “O somos capaces de generar un gobierno humanista, democrático o participativo, o sea panista (sic), o seremos una alternancia de paso, un mero corrector transitorio y parcial de administraciones públicas que nada dice de diferente y mejor a los ojos de los ciudadanos” (La Jornada, 1 de septiembre de 2009). No sé si el michoacano pensaba en ese momento lograrlo por medio del arraigado clericalismo panista. Si fue así, su perorata estaba de antemano condenada al fracaso, al sustentarse en un principio falso: ¿cuándo ha sido “humanista, democrático y participativo el catolicismo y el panismo? El pasado y el presente de uno –sobre todo la iglesia política– y otro siempre han estado íntimamente vinculados a las peores causas nacionales e internacionales.

Lo que sí es claro es que Calderón, en lugar de avanzar hacia delante como exigía la sociedad, buscar consensos para mejorar sus márgenes de gobernabilidad, negociar el cambio, prefirió recular y cerrar las puertas democráticas; distanciarse de la población y convertirse en un mandatario virtual; enclaustrarse en la soledad del cesarismo, ciudadela resguardada impunemente por los desprestigiados sables con quienes impone gradualmente el anticonstitucional estado de excepción, pontificado por la mayoría congresista y la Suprema Corte, cuyos responsables se desempeñan más como cortesanos que como ministros, al lisonjear las pasiones del soberano, al velar con más celo su conveniencia que las leyes; reforzar las murallas neoliberales para proteger los intereses de las elites que lo encumbraron; aterrorizar a la población con el miedo a la inseguridad, inventarse una guerra contra la delincuencia, donde se comporta como un dios sediento de sangre y los militares y las fuerzas represivas tienen derecho para matar a los excluidos generados por su propia política económica y el modelo neoliberal; cercenar las conquistas sociales y los derechos ciudadanos, tarea en la que es acompañado por sus bárbaros conservadores, la iglesia, los priistas, los verdes y demás fauna, como lo testifica su cruzada en contra del aborto o la diversidad sexual; y fecundar el germen de su zozobra.

¿Ésa es “la transición mexicana. El pasado no termina de morir y el futuro no ha terminado de nacer”, y que el Partido Acción Nacional tiene qué “consolidar”, según dijo el atolondrado Manuel J Clouthier Carrillo?

Para usar las palabras de Herodoto, en Los nueve libros de la historia, Calderón fue cegado por el cielo, que le quitó el acierto. Se ha comportado como un príncipe de menguado juicio y de ira desenfrenada. Como un gobernante necio e injusto. Nunca supo entender un enigma: donde alcance la prudencia política y no es menester la mano armada ni el autoritarismo.

El fracaso panista en las recientes elecciones, que llevó a la pérdida de su presencia en la Cámara de Diputados, es el resultado de esa forma de gobernar. Es la síntesis de los pobres resultados en uno de sus principales objetivos, la lucha contra la inseguridad, que ha lastimado a la población; el naufragio del orden constitucional; los reiterados ataques a sus críticos; las tardías y equivocadas medidas anticrisis y la insensibilidad oficial ante los problemas sociales de la mayoría, ocasionados por el modelo y la profunda recesión inflacionaria y con alto desempleo, terminaron por agudizar su descrédito, incluso entre sectores de la derecha que le eran leales, así como la descomposición y el fin desastroso de su mandato, antes de llegar a la mitad del mismo. La ingobernabilidad, la violencia, la polarización social y la lucha de clases serán la norma.

La debilidad política de Calderón es mayúscula. Sus márgenes de maniobra se agotaron y tendrá serios problemas para gobernar durante los tres años que le restan de gobierno. Si nunca tuvo una capacidad de liderazgo, ahora menos. La triste ceremonia de su Tercer informe de gobierno en Palacio Nacional –insoportable rosario de sus sentidos comunes–, fuertemente “blindado” por las bestiales fuerzas pretorianas del Estado Mayor Presidencial y los militares, acompañado básicamente por su séquito, simboliza su prematura soledad. Es cierto que siempre se vio obligado a compartir el gobierno con en el Partido Revolucionario Institucional. Pero ya no tendrá la ventaja que le concedía su lugar dentro del sistema político. Se invirtieron los papeles y ahora le toca ocupar el incómodo papel de los perdedores. Como la mayoría legislativa, sin duda los priistas, que comparten el mismo proyecto económico y el autoritarismo político, seguirán respaldándolo. Pero apenas lo suficiente. No para sacarlo del barranco, sino para asegurarle los santos óleos, arrancarle mientras llegan mayores concesiones, capitalizar los resultados, endosarle los próximos desastres y afianzar sus expectativas presidenciales. La corona es movediza. Tiene muchos pretendientes que no la dejarán caer en tierra. Sobre todo cuando se tambalea en la testa de los panistas.

Un hombre cuerdo puede errar, pero también sabe enmendar oportunamente el yerro cometido. Ése no es el caso de Calderón. En ese escenario de precariedad, su convocatoria para llevar a cabo “cambios de fondo”, como si nada hubiera pasado, está condenada a perderse en el vacío. Ello no sólo en virtud de la ambigüedad en su contenido y los disímbolos intereses buscados por los partidos y los diferentes grupos sociales. De haberse emitido a principios del sexenio quizá el desenlace hubiera sido distinto. Pero la experiencia es chocante; nunca ha mostrado una voluntad política para el diálogo. Fox y Calderón enterraron el intento por reformar al Estado. Los calderonistas menospreciaron los resultados de la consulta energética y su contrarreforma impulsada y aprobada por los priistas, y la interpretaron torcidamente a su manera. Menosprecian las denuncias en contra de los abusos de los militares. Se aferraron a mantener y profundizar el modelo neoliberal y la ortodoxia estabilizadora ante las víctimas que pedían cambios. Manlio Fabio utilizó su foro anticrisis para placearse. ¿A quién puede interesarle seriamente su invitación, si nunca se ha sometido a los acuerdos alcanzados que no son los que él desea que legitimen sus políticas y su gobierno? ¿Quién puede confiar en la palabra y las intenciones de un gobernante en desgracia, que actúa a su libre arbitrio, desapegado del imperio de las leyes y la sociedad? ¿Quién puede confiar en el sistema, sus partidos y en las instituciones que operan en el mismo sentido y que pretenden vendernos que eso es la “democracia” a la mexicana?

El verdadero reto social es acabar con el neoliberalismo y el autoritarismo, pacíficamente o por cualquier medio, para entronizar la democracia participativa y un nuevo paradigma económico socialmente incluyente. El sistema no deja otras opciones, más que la resignación. El cambio no está en la agenda de la derecha panista y priista ni en la del bloque dominante. Tampoco en la de izquierda oficial, menos en su bloque entreguista, chantajista, centavera, clientelar, antidemocrática, pues su defensa del sistema y reacomodo dentro del mismo le ha redundado jugosos beneficios. Ni siquiera les interesa el estatismo que otros gobiernos se han visto obligados para salvar a sus burguesías. No quieren compartir ni las migas. Después de ellos, el diluvio.

La propuesta calderonista y priista se reduce a tres aspectos: a) una falsa salida a la crisis fiscal. No promover una reforma fiscal seria, porque afectaría a la oligarquía, cuya atroz venganza puede destruir cualquier sueño o gobierno, sino crear la fórmula adecuada que permita trasladar a la mayoría los costos, ya sea con mayores impuestos y precios de bienes y servicios públicos. Su dilema es cómo quitarles la encogida cobija para mantener arropado al empresariado. Quiere despojar lo poco que les queda a los que viven milagrosamente; b) remozar la fachada neoliberal para tratar de reflotar al modelo; c) dejar que concluya el sexenio sin cambios profundos, administrar la crisis y sentarse a esperar la reactivación estadunidense para ver si, con suerte, arrastra al fardo de la economía mexicana.

Económicamente, el calderonismo será recordado como una pesadilla en tres fases. Una de año y medio, caracterizada por la economía del estancamiento, el escaso empleo, un mejor reconocimiento de la magnitud de la miseria-pobreza (50 millones de personas de los poco más de 70 millones) que había sido estadísticamente ocultada por Fox, pero sin hacer nada para enfrentarla, y el precario equilibrio macroeconómico. Donde la economía, subordinada a la inflación y el equilibrio fiscal, apenas creció 3.1 por ciento, y se derrocharon casi 75 mil millones de dólares generados por las exportaciones petroleras y poco menos de 100 mil millones de pesos recibidos por el gobierno federal. Otra de un lapso similar, definido por el desastre y el fin del calderonismo, donde la economía se desplomó hasta 10.3 por ciento en el segundo trimestre de 2009, -4.6 por ciento en promedio, alto desempleo, el crecimiento de la pauperización, el desdén y la instrumentación de una estrategia anticrisis equivocada que nada pudo hacer para impedir que el país se derrumbara en la peor crisis desde la depresión mundial de la década de 1930. El recorte de los réditos y la ampliación del gasto programable llegaron tarde y fueron mal aplicados. Una última que se extenderá hasta 2010, en la cual el país vegetará en la depresión y la descomposición económica y sociopolítica. Como bien señala Agustín Carstens, en lo único que le ha atinado, es que nuestra economía “no participará en la recuperación global pronosticada para 2010”. No podrá porque, primero, no existen certezas que se recuperará la estadunidense. Si lo logra, sus efectos benéficos para México se percibirían hasta 2011 o 2012. Después, porque el modelo capitalista neoliberal carece de las posibilidades de levantarse por sí solo de su tumba. Vendió su alma al diablo del norte. Carece del ahorro, la inversión y el consumo endógeno que le ayude. Ni siquiera tiene una burguesía emprendedora, creativa. Sólo puros hombres de presa, viles especuladores, hienas que sólo se nutren de los despojos del Estado y las riquezas de la nación. Y porque carece de dirigentes con el talento necesario para crear las estrategias necesarias que posibiliten salir del abismo en que nos arrojaron. Sólo tenemos puros fundamentalistas de la economía cuyos credos fueron arrojados al basurero de la historia con la crisis de 1929.

La primera mitad del calderonismo fue reprobada por la realidad del crecimiento. Todo el sexenio tiene una calificación de 1.5 por ciento, en el mejor de los casos. Todo el ciclo de neoliberal panista, con 1.7 por ciento. Qué duda cabe: la ultra clerical panista resultó peor que la priista.

Será más fácil esperar el colapso completo del neoliberalismo y un festejo similar al bicentenario, antes de que se levante el cadáver del sistema.

Sería más saludable para la nación que la agonía a largo plazo.